Opinión

Calor

Incluso en la tórrida ciudad –Madrid lo es mucho– regala el calor, que tanto hace sufrir, alegrías intangibles. Por ejemplo, el momento de brisa vespertino, cuando empiezan las corrientes térmicas a devolver los aires caldeados hacia arriba, y una se sienta un rato en la terraza y recuerda indefectiblemente la infancia. A esa hora se suelen regar las plantas, que crujen de gusto al notar el refresco, y sueltan un olor –los geranios especialmente– que parece de alivio y nos hace solidarios con ellas, porque compartimos las apreturas del verano.

Luego están el gazpacho que devuelve el vigor y la capacidad de pensar, atorada por la canícula; y el agua fresca, que te restituye esa mitad de alegría que parecía faltarte; y el hielo que cruje y suelta humo, traumatizado por el contraste. Y ciertas conversaciones de anochecer, tan demorosas por fin, tan indulgentes.

El verano hace nuevas todas las cosas, como el Señor. En la farmacia fresquita te entretienes a charlar, te parece mayor el local. El súper es un bálsamo también. De repente hay más sitio para aparcar y circulas como si la ciudad fuese el hábitat natural del coche, el lugar para el que fue pensado, en lugar de una trampa añadida a las prisas, los atascos, los golpes, los enfados.

En verano es suicida salir a mediodía, ¡pero qué divertida la noche! ¡Qué placentera en España! Las veladas de sangría y tinto de verano, de melón con jamón, son estupendas. Si el verano no existiese, habría que inventarlo.