Opinión

Numancia

Cada verano acudo a Numancia, el cerro de nuestra gran epopeya. Este cerro de la Muela, donde yacen las históricas ruinas sobre el Duero, a siete kilómetros de Soria, es un lugar solitario y silencioso. Pequeños grupos de curiosos recorren con un guía bien informado y mal pagado el antiguo poblado celtibérico y los restos romanos, sus antiguas calles, sus aljibes, sus redondas piedras de moler y la casa celtibérica reconstruida con el tejado vegetal, como la que habitaban los pelendones. ¡Qué diferencia con Massada, «la Numancia de Israel», en el desierto de Judea, que visité un día! Allí hay siempre una multitud de turistas y peregrinos.

Aquí el visitante tiene una fuerte sensación de abandono e indiferencia. Muchos días te encuentras sólo con el sonido del viento afilado, procedente de los picos de Urbión, que arrastra cardos y yerbajos. Numancia es un histórico yacimiento a medias de descubrir, silenciado por desidia y falta de presupuesto. Podría ser el centro espiritual, turístico y cultural de Soria y de Castilla. Pero hasta ahí llega el desinterés, mientras debajo, en el mismo término de Garray, al otro lado del Duero, se despilfarran y entierran en el soto millones de euros en la paralizada Ciudad del Medio Ambiente, cuya cúpula sin terminar, a un tiro de piedra de Numancia, es una metáfora inquietante de esta Soria decadente y despoblada.

He leído cien veces el ensayo de Ortega en el que, acompañado de Pepe Tudela, visita Numancia. Es uno de los mejores ensayos de «El Espectador». «El cadáver milenario de Numancia –escribe– yace sobre un cabezo de empinadas laderas que impera a un magnífico valle castellano». Desde ese cerro mítico Ortega remonta el vuelo y va recorriendo las diversas civilizaciones, hasta desembocar en una crítica despiadada a la sociedad urbana actual.

«En su intimidad –opina– las almas urbanas viven hoy desmoralizadas». Y concluye mostrando su envidia por la decisión de su amigo intelectual de abandonar Madrid y volverse al pueblo «detrás de sus merinas, que avanzan dando corcovos por las viejas cañadas de la Mesta». ¡Ya no hay Mesta, don José, y las cañadas están borradas! Habrá que volver los ojos a Numancia, monumento nacional desde 1882. Con motivo del 2150 aniversario de su ocupación por Roma a sangre y fuego, se han hecho esfuerzos, de la mano de Amalio de Marichalar, conde de Ripalda, –estos terrenos eran de la familia Marichalar, que los cedió al Estado en 1917– para que la Unesco declare de una vez a Numancia patrimonio de la humanidad. Es lo mínimo que se puede hacer.