Opinión
El chopo
Yo tenía un chopo en mi jardín. Al atardecer estorninos y gorriones venían con alboroto a dormir en sus ramas más altas. En el buen tiempo, las torcaces en celo se citaban en él, zureando entre el verde follaje. Más de un año construyeron allí su nido. El árbol servía, sobre todo, de tribuna privilegiada de los mirlos cantores en primavera. Las ruidosas urracas también hacían parada habitual y no era extraño observar en sus ramas bajeras al petirrojo, el pinzón o la curruca. Era un «populus simonii» de crecimiento rápido. Lo planté con mis propias manos hace algo más de un cuarto de siglo. Se había hecho gigantesco. Sobrepasaba ampliamente el tejado del vecino como si quisiera tocar con su copa las estrellas. En la corteza de su tronco aún se veían las señales que marcaban la estatura de mis hijos cuando eran pequeños.
El chopo era mi primera visión del día. Cuando abría la ventana, él estaba allí, enfrente, como una llamarada de vida. Su verde y alegre estampa me ayudaba a levantar el ánimo si andaba decaído. Cuando los hijos se fueron y la casa empezó a quedarse vacía, el árbol hacía compañía a su manera. Era como una invitación permanente a perderse en la Naturaleza, que salía al encuentro en la puerta de casa. O mejor, dentro de casa, porque el árbol se había convertido en parte esencial de la casa y de su ecosistema. Él se ocupaba de limpiar el aire. Me gustaba escuchar en verano el rumor de sus hojas movidas levemente por el viento. Me reencontraba con mis orígenes. Recreaba a su lado los chopos del ejido, los robles de la dehesa o los familiares olmos de las herrañes. Más de una vez, sin que me viera nadie, he abrazado su poderoso tronco. Aún está ahora, mientras escribo, el jardín cubierto de sus hojas caídas, que forman una espesa alfombra amarilla, y me estoy resistiendo a rastrillarlas.
Hace una semana, cuando me desperté y abrí la ventana, sentí un escalofrío. Un vendaval había desgajado de madrugada el chopo y la mitad del árbol aparecía caído sobre la valla. Aseguro que he visto estos días un inhabitual cortejo de pájaros sobre el ramón tronzado, como si quisieran despedirse del árbol. Esta mañana los arbolistas han trepado hasta la copa y lo han talado. Ha muerto de pie, herido por el viento, como tiene que ser. La arriesgada operación ha durado cinco horas. Me asomo ahora al jardín y está vacío. Sólo me queda pasear esta noche sobre las hojas secas.
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