Opinión
Productividad: la asignatura pendiente de España
El PIB de una economía puede crecer por dos vías: o creando más empleo o incrementando la productividad de los trabajadores. Esto es, o trabajando más horas o produciendo más por cada hora trabajada. Ese mayor PIB implicará una elevación de los estándares de vida de la sociedad: si dentro de una unidad familiar hay más personas trabajando o si cada una de ellas percibe un mayor salario, los ingresos totales de esa familia aumentarán y podrán adquirir más bienes y servicios.
En realidad, sin embargo, la clave de la prosperidad a largo plazo reside sólo en la productividad. A la postre, en algún momento las economías alcanzan una situación de pleno empleo y entonces nuestra calidad de vida sólo puede continuar mejorando a través de una mayor productividad (por no hablar del caso de que queramos reducir el número de horas que trabajamos sin merma de nuestra calidad de vida; ello sólo cabe conseguirlo a través de mejoras en la productividad).
Por desgracia, la economía española se ha expandido típicamente por la vía de crear empleo. Producimos más mercancías en la medida en que un mayor número de empleados trabaja un mayor número de horas. Y al revés, nuestra economía se contrae destruyendo masivamente empleo. Nuestra asignatura pendiente desde hace décadas es justamente crecer incrementando la productividad. De acuerdo con un reciente informe de la Fundación BBVA en colaboración con el Ivie, la productividad por hora trabajada en España apenas ha subido un 17,5% entre 1995 y 2018. Esto es apreciablemente menos que en la eurozona (+30,7%) y no digamos ya que en EE UU (+46,5%). Este es uno de los principales motivos por los que apenas hemos sido capaces de converger con la eurozona en términos de renta per cápita. Tan sólo hemos reducido nuestro diferencial en 2,7 puntos con respecto a 1995 (nuestra renta per cápita ha pasado de representar el 78,1% de la media de la eurozona al 81,8%).
Pero, ¿por qué? ¿A qué se debe este notable estancamiento de nuestra productividad? Nuestro país queda especialmente atrás con respecto a Europa en dos variables harto relevantes para la mejora de la productividad: la disponibilidad de capital humano y la inversión en I+D+i. Es decir, necesitamos trabajadores más cualificados y compañías más inclinadas a invertir en innovación. Desde luego, no existe una fórmula mágica y única para lograr ambos objetivos (pues las decisiones de los trabajadores y de los empresarios para invertir en conocimiento dependen de múltiples factores), pero sí hay un elemento que reviste una importancia central: la fiscalidad. Para que España retenga o atraiga trabajadores altamente cualificados es necesario que los tipos marginales máximos del IRPF no sean muy elevados. En caso contrario, esos empleados buscarán otras jurisdicciones internacionales en las que reciban un mejor trato. Asimismo, para que una empresa se decida a invertir en I+D+i, conviene que el Impuesto sobre Sociedades sea igualmente bajo. A la postre, una inversión de esas características tiene una probabilidad de fracaso muy elevada, por lo que no conviene laminar fiscalmente su atractivo cuando resulta exitosa.
En definitiva, son muchas las reformas estructurales de las que requiere España para elevar nuestra productividad y nuestros estándares de vida. Pero, desde luego, una de ellas pasa por recortar considerablemente nuestros impuestos. Que los próximos 20 años no sean un fiasco para nuestra productividad como lo han sido las últimas dos décadas.
El impuesto de Podemos a la banca
Aun cuando España necesita impuestos más bajos para atraer inversión que relance nuestra productividad, desde Podemos están empeñados en subir todos los tributos a todos los ciudadanos y a todas las empresas. Tan es así que su primer anuncio desde que conocimos la fecha de las elecciones ha sido el de impulsar el famoso impuesto a la banca para recuperar las ayudas otorgadas a las entidades financieras durante la crisis económica. Sucede que, como ya hemos expuesto en numerosas ocasiones, la evidencia internacional nos revela que terminan siendo los ciudadanos quienes cargan con el coste de este tipo de impuestos: el alto poder de negociación de la banca la faculta a repercutírselo a los clientes en forma de nuevas comisiones o de mayores tipos de interés en los préstamos.
La vivienda sigue subiendo
De acuerdo con los últimos datos del Ministerio de Fomento, el precio de la vivienda se encareció un 3,9% a lo largo del pasado año 2018. Se trata del crecimiento más acelerado desde 2007. Nuestro mercado inmobiliario acumula ya 15 meses consecutivos al alza y, de momento, no parece estar frenándose. Las dos regiones en las que más se encareció la vivienda fueron Madrid (+8,1%) y Cataluña (+5,8%), y las que menos, Asturias, Murcia, País Vasco y Castilla y León, donde los precios incluso llegaron a reducirse. En todo caso, y pese al alza de 2018, el conjunto de España todavía se mantiene muy alejado de los máximos de 2008. En aquel momento, el precio del metro cuadrado llegó a alcanzar los 2.101 euros, mientras que hoy, tras el incremento, todavía se ubica en 1.609, esto es, un 23% por debajo.
El déficit comercial, en máximos desde 2010
España cerró 2018 con su mayor déficit comercial en ocho años. La diferencia entre nuestras importaciones y exportaciones alcanzó la cifra de 8.708 millones de euros, el mayor guarismo desde 2010. Por desgracia, el superávit comercial desapareció en 2016 y no ha regresado desde entonces. La razón detrás de este progresivo deterioro de nuestro desequilibrio exterior no se halla tanto en el hundimiento de nuestras exportaciones, sino en el crecimiento de nuestras importaciones. No en vano, 2018 también registró un récord histórico en materia de exportaciones (más de 262.000 millones) pero también lo hizo en materia de importaciones (271.000 millones). Es decir, las exportaciones crecieron más lentamente que las importaciones, entre otros motivos por el alto precio del crudo. El déficit comercial dista de ser crítico por el momento, pero no hemos de perderlo de vista.
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