Opinión
El árbol y las nueces
Lo cierto es que al juicio por el intento de golpe de Estado acuden unos testigos muy raros. Gente exótica y ruidosa. Como Gabriel Rufián, que cuenta ya con un paper científico sobre sus formas y usos de chulazo convencido de que el Supremo, y el Congreso, son sucursales del barrio chino en una copla de Quintero, León y Quiroga.
Convencido de que el día 20, con miles de personas impidiendo la salida de la comitiva judicial de la Consejería de Economía no hubo ni asomo de violencia y abstenganse de comentar los vídeos de la gente que grita puta y los coches patrullas arrasados y los Gandhis barbados sobre el capó porque se trata de fake news.
A Rufián le «chirría que se dijera que era una rebelión porque yo fui a merendar y en una revolución no merienda la gente». También disfrutamos de la alcaldesa de Barcelona. Ella. «El 1 de octubre», dijo, «fue de la gente. Millones de personas autoorganizadas».
Sepan que en Cataluña no había gobierno. No había policía. No había escuela ni medios de comunicación. Ni organizaciones sociales. Ni subvenciones de dinero para engrasar la máquina. Ni campañas de publicidad. En Cataluña apenas hubo clanes. Tribus desorganizadas.
Danzas, coros y fiestas de unos anárquicos cazadores-recolectores que bajaron de sus silvestres vergeles para poner en jaque un país mediante la fuerza telepática de sus arcangélicas convicciones. Pero qué podemos escribir de doña Ada si el día antes vimos al insigne Antonio Baños.
Un prodigio, el tipo, acostumbrado debatir sobre Sergei Eisenstein con Pilar Rahola, que acostumbra a ver las películas mudas en ruso. Baños ha reflexionado mucho sobre el movimiento de liberación nacional y al tiempo no distingue entre las obligaciones y potestades de un acusado y testigo y las consecuencias que de esto derivan. Claro que bien pudiera suceder que la CUP, gloriosamente ausente de todos los líos judiciales, comprendiera a tiempo las golosas posibilidades comerciales y propagandísticas que brinda a la causa, a su causa, la mano abierta y la tolerancia sin costuras del juez Marchena. Baños, al fin, opina que la libertad plena, o amplia, se vivió en la Barcelona de 1936. Se lo contó el otro día a Antonio Escohotado.
Que no encontraba en toda la historia de la humanidad un momento mejor, más altruista. Anteayer, en las Salesas, se limitó a estar a la altura de su trayectoria. Igual que el
Lendakari, Urkullu.
El deseado. El mediador. El hombre de paz. El gestor de esa inmensa y formidable maquinaria de cobros institucionales y presupuestarios a cambio de favores en forma de votos. Según el bueno hombre Puigdemont le «solicitó que interviniera para intentar encauzar la relación, con una finalidad de conducir a una solución pactada, acordada entre ambos gobiernos». La solución, ya saben, consistían en transigir con la voladura controlada de la Constitución para evitar que fuera volada de forma incontrolada. El gobierno de la nación podía elegir entre la inminencia de la insurrección o la quiebra de la soberanía nacional, negociada en un reservado y a espaldas de los españoles. Quisieron los dioses que la comparecencia del gran jefe de las huestes carlistas coincidiera con el deceso de Xabier Arzalluz.
El árbol y las nueces. El negro/negro que hablaba euskera y el blanco triste que no. Qué tiempos. Y qué difícil no recordar su viejas hazañas mientras el nacionalismo demostraba otra vez los inmejorables frutos para la convivencia y las libertades derivados de haber transigido en todo.
✕
Accede a tu cuenta para comentar