Opinión

¡Váyase señor Torra!

El martes pasado publicábamos en LA RAZÓN que ERC no estaba por disputar la batalla de los símbolos a la que Torra les ha abocado esta semana. Los republicanos consideraban que era una pugna estéril y se lamentaban de que Pere Aragonés, el vicepresidente del Gobierno, estaba de baja por paternidad. La sensación de ridículo y que la polémica no llevaba a ninguna parte fue creciendo. Ese mismo martes el Govern se reunió y la desunión se hizo patente, aunque se mantuvieron las formas para no dar un espectáculo. La tensión era evidente ante la estrategia de Torra que parecía basada en la «astucia» que un día acuñó Artur Mas y que le ha dejado inhabilitado.

El ridículo cogió forma esplendorosa cuando el Sindic de Greuges, Rafael Ribó, hizo público un informe que Torra ya tenía desde hacía días. Su portavoz, Elsa Artadi, o mintió en la rueda de prensa diciendo que habían pedido un informe, o Torra le tomó el pelo. Quedaba entonces la solución de la cosa en manos de Ribo que, no se equivoquen, es aliado de Torra. No en vano, durante años, su número dos en la sede de la sindicatura fue, nada más y nada menos, Jordi Sánchez, el presidente de la Asamblea Nacional Catalana, hoy en el banquillo de los acusados en el juicio del 1-O. Con el dictamen de Ribó, Torra simuló que acataba esas instrucciones. Lo hacía ante el Sindic, no ante la Junta Electoral Española, como la califica en todos los comunicados. Pero, el no va más, de la hiperventilación del presidente catalán se vio cuando recurrió a la idiotez de cambiar los símbolos para lo que, para él y sus acólitos, era burlar la decisión de la Junta, entrando en una espiral de confrontación de lo que algunos independentistas llaman «choque de legitimidades». Las idioteces encadenadas de Torra ponen, de nuevo, a la Generalitat, y a su Gobierno, en la picota, a los Mossos en una situación delicada, y a la coalición con ERC bajo mínimos.

Los republicanos viven en el «hartazgo». Quieren concentrarse en las elecciones y miran de reojo los movimientos de Torra. Saben que sus mensajes llegan nítidos y directos a esos que braman por las calles «puta España», epíteto muy aplaudido en TV3. Son los que se consideran la «resistencia», los de «ni un paso atrás», los que aplauden entrar en batallas de dudosa utilidad. Son como el rey Pirro de Epiro. Ganó dos batallas a los romanos, con tantas pérdidas, que tuvo que retirarse con el rabo entre las patas. Torra, con su «burlesque», trata de motivar a los suyos, de movilizarlos, para evitar el gran fiasco electoral que le auguran las encuestas. Sus supuestos enfrentamientos con España ocultan su gran objetivo: debilitar a ERC, que se niega a someterse a los dictados de la unidad bajo la égida de Puigdemont. Como la cúpula de ERC no acepta esta sumisión, la estrategia de Torra y Puigdemont es intentar radicalizar a su electorado y presentar a los republicanos como moderados y blandos. Casi entrando en la categoría de botiflers, de traidores. Los republicanos temen esa radicalización de los votantes. El independentismo ha puesto las expectativas tan elevadas, la independencia tan al alcance, que cambiar a una estrategia de moderación es sinónimo de rendición.

Por eso, ERC no se atreve a romper y plantar cara. En el mundo independentista, la unidad es un bien preciado para enfrentarse al enemigo común. Señalar la extravagancia está mal visto. No vende. ERC acepta los continuos «trágala» como mal menor, a la espera de romper el equilibrio de las fuerzas independentistas y así forzar su hoja de ruta, que se aleja del enfrentamiento gratuito que reporta pocos réditos. Las generales y las europeas son su caballo de batalla y, sobre todo, las municipales. Hasta no llegar a estas metas volantes tendrán que aguantar a Torra, el peor presidente de la Generalitat y el que lleva a los catalanes a sentir vergüenza ajena. Un día sí y otro también. Váyase señor Torra. Nos hará un favor a todos y con su marcha –Waterloo puede ser un buen destino– ayudará a que Cataluña recupere la dignidad.