Opinión

Arturo y el Me Too

A un galán de los de antes, con el aroma de nostalgia de una canción de María Dolores Pradera, lo condena el nuevo feminismo por su lengua suelta de piropos y ese ademán de seductor que no se esconde sino que presume. Arturo Fernández tuvo tiempo de responder a tanta pacatería de ensalada de quinoa, y lo hizo por tantos otros a los que podía haber alcanzado en el estrellato de no ser español, como Marcelo Mastroianni, que sí tuvo a un Fellini, otro «machista» recalcitrante al que le gustaban las tetas enormes que no poseía su mujer Giuletta Masina. Juzgar a un señor de noventa años como a un niñato recién salido de la facultad es volver a sentar en el banquillo a Napoleón por los crímenes que no cometió, o sí: una idiotez. El hombre que nos dejó está más cerca de Catherine Deneuve que de Benny Hill. Déjense, pues, de bobadas. Entre los obituarios «bonitos», ayer se escaparon coletillas rancias como que en los últimos años había mantenido posturas en exceso conservadoras. Pero qué coño, que diría el finado, el actor fue un hombre «de derechas de toda la vida» y jamás se perdió en vaguedades. «Los que dicen que son anarquistas de derechas solo quieren disimular que son de derechas, y ése es el mal de la derecha española», cuenta Amilibia en estas páginas. Cuando fallece un icono al que todo el mundo respeta porque está dentro de lo que la cultura oficial promociona, que suele ser de izquierdas, no se orilla su talento artístico, la fama, el aplauso de una España de la calle, de la «gente», que se dice ahora, por su postulado político. Arturo Fernández era un actor currante y una pasarela. Molestarse en llevar bien un traje no es muy del siglo XXI, por eso personajes como él se hacen de repente eternos. Un «dandi» viste siempre un drama, aunque sude por la comedia.