Opinión

Hijos de perra

Resulta inaudito, tal vez una maldición, que veintidós años después la historia no se haya cerrado, que continúen abiertos puntos de sutura por donde se escapa una pus de antesala mortuoria. Personas que son gusanos. Los difuntos somos nosotros. Estamos muertos si no somos capaces de susurrar a la memoria de Miguel Ángel Blanco. Hay quien todavía trastabillea a la hora de recordar, de firmar una breve repulsa, pedir un responso civil si eso es posible. Aquellas manos blancas ya están sucias, agrietadas, prestas a saltar si se les echa una pizca de sal o la acidez de una lágrima. En este tiempo, los cómplices de los que les pareció bien asesinar a un inocente, se sientan en poltronas en lugar de inodoros donde descargar su odio diarreico, se abstendrán en una moción de censura y serán felices. Todo lo que tienen es gracias a la sangre derramada. El trabajo que amasó ETA para que sus hijos vivieran de las rentas. Aquellos hijos de perra no atendieron la llamada de millones de personas que pedían clemencia a los reyes del terror. Resulta inaudito que en el ayuntamiento de Zaragoza el grupo de Podemos no permita un homenaje. Algo habría hecho Miguel Ángel. No es uno de los suyos, un concejal del PP. Y querían llegar a pactos de Estado en el Gobierno. ¿De qué Estado? De estupefacción será. El nuestro. Dicen que se preocupan por los desfavorecidos, que en su lenguaje son delincuentes y bellos sin alma. Entre unos y los otros dibujan un paréntesis donde la víctima es solo un punto, el acné de su democracia.