Opinión

Campoamor

Esta es mi segunda carta de verano. Ha llegado el momento de la despedida. Desde mi terraza donde escribo contemplo el mar detrás de las palmeras y del bosquecillo de pinos. Cuesta dejar esto que, a fuerza de años viniendo, se hace familiar. Ciertamente es un sitio grato y un tanto especial, aunque la avalancha de la especulación y el estridente ruido veraniego lo deterioran. Hasta los espacios protegidos de alto valor ecológico que aún quedan milagrosamente en lo escabroso de la costa cercana, con playas de fósiles y plantas singulares, están amenazados. Los desaprensivos arrojan latas, plásticos y desperdicios. Aquí, en la Dehesa de Campoamor, recostada en la montaña, en la linde de Alicante y Murcia, rige un microclima que suaviza las noches de la canícula. En las alforzas de la ladera se pasan el invierno jugando al golf los bronceados jubilados ingleses enemigos del Brexit. Por estos mismos parajes de Orihuela, entonces más escabrosos, me imagino, monte arriba, a Miguel Hernández cuidando su cabrada y llenando de versos el zurrón.

En esta urbanización donde apuro mi estancia las calles llevan nombres de escritores y poetas, pero no ha estado ausente la política. En su arranque se instalaron aquí las familias de la alta alcurnia madrileña, que fueron pioneras e impulsoras del negocio urbanístico. Por aquí anduvo el almirante Carrero Blanco, que, según me cuentan, acostumbraba a ir con su mujer al cine de verano, que aún se conserva como una reliquia cultural, y después se sentaban a tomar un helado en la heladería Navia, una institución del lugar. Y, al rebufo de los gerifaltes del franquismo, aquí en Campoamor empezó su carrera política Adolfo Suárez cuando no era más que un joven repeinado y seductor cargado de ambición política. También el marqués de Villaverde, el yerno de Franco, acostumbraba a atracar su yate en el recoleto puerto deportivo donde, según las malas lenguas, se corrió juergas sonadas.

Hace tiempo que no se ven pescadores donde solían y en la parte alta, que llaman «Guirilandia», poblada de toda suerte de cocinas, apartamentos, bazares chinos, tiendas turísticas y supermercados, predomina el inglés. El crecimiento de este nuevo y distinto Campoamor babélico ha ocurrido en los años de la burbuja inmobiliaria y el urbanismo salvaje e incontrolado. En el núcleo original, los chalés ajardinados, de distintos tamaños y categorías, formaban círculos entre verdes pasillos silenciosos de arizónicas y buganvillas, que ahora conviven con altas torres y suntuosas mansiones, fruto en muchos casos de negocios oscuros. Dicho esto, cuando la baraúnda de agosto llega, me despido del mar.