Opinión
Las ironías
Lo peor, sin duda alguna, de un régimen de opresión, desde el régimen de los viejos sátrapas a los regímenes totalitarios de la modernidad, y pasando por el régimen inquisitorial de limpieza de sangre, y dejadas de lado las brutalidades físicas y psíquicas, es la ausencia de algo tan pequeño y al parecer insignificante como la ironía que es como un gorrioncillo, pero, si está presente, se puede respirar, y el más sólido imperio no está nada seguro.
Cualquier nonada en torno a la palabra y al significado de la «maiestas» imperial podía llevar consigo la disminución de su sacralidad y, por lo tanto acarrear hasta la ultima pena, y un pobre cura de aldea aconsejaba a las mujeres del pueblo –y luego se vio que con bastantes razón– que no dijeran «pitas, pitas» cuando llamaban a las gallinas, para que nadie pudiera acusarlas de estar voceando al Papa como a las aves de corral. Y hasta había malsines que acusaban de que su denunciado «se sorriyó», simplemente. Porque eso era suficiente puesto que todo el asunto de la ironía es un rasguño por el que puede salírsele a un discurso o a una realidad toda la sangre, que es decir toda su consistencia y deconstrucción, como ocurría con la orgullosa afirmación oficial de que en la España imperial no se ponía el sol, con el simple comentario: «Ni el hambre».
Ambas afirmaciones eran verdad, pero la segunda denunciaba la eventual realidad moral de la primera, obligándola a reformar la realidad aludida, a reformarse o a ser destruida, y esto en medio de la burla porque era un crítica devastadora a la que ninguna de la formuladas realidades y promesas resistiría, un ejercicio intelectual poderoso y que parece difícil de formular en el mundo de hoy, entre otras razones porque es devastador.
Recuerdo un congreso en el que se tocaban aspectos de la convivencia judeo-cristiana, y una parte de los asistentes consideraba una provocación el relato sobre un cristiano que, yendo al trabajo, se encontró, sentado a la puerta de su casa, a un judío y mantuvo con él una serie de piques verbales, con algún componente picante, en torno al descanso sabático; y en su respuesta el judío hizo lo mismo evocando los domingos y «los entredomingos» con los que los cristianos salían ganadores incluso en este asunto del descanso por razones religiosas, y esto aunque no hacían, como ellos, los judíos, enramados en las casas en la «pascua de las cabañuelas», porque, si las hicieran, los cristianos no saldrían de ellas. Y se rieron los dos, el judío y el cristiano, se despidieron. y en paz. Y se sonríe cualquier lector de hoy mismo, con tal de que conozca la vida rural. Porque es obvio que el hecho de darse esa situación de juego de ironías o pequeñas pullas nos ilustra como nada de que las ironías de las que hablamos son prueba precisamente da una verdadera convivencia y no de un simple vivir junto a otro.
En nuestra misma cultura de hoy se dan esas ironías y no se interpretan como insultos, aunque sin duda se han definido erróneamente como topos o lugares comunes anticristianos, y pueden darse y se dan otros topos o adagios y lugares comunes correspondientes a los proverbios antijudíos cuyo entendimiento en sentido irónico o incluso de ofensa a veces depende únicamente de la entonación o cantilenación con que se digan las palabras, como sucede en la oralidad del español que se habla en Andalucía, por ejemplo, donde abundan soberanamente.
Nuestro español, como ocurrió con otras lenguas europeas, fue tan secularizado en la época liberal, como decía Mandelstam, hasta el punto de que cualquier ironía que incluya un elemento del mundo de lo religioso ya nos resulta ininteligible. Y luego hay que contar con el allanamiento o reduccionismo léxico y el uso continuo de vulgares anglicismos y, a mayor abundamiento con el empobrecimiento cultural, que tornan, incomprensibles u ofensivas las ironías. Como el mismo uso de la inteligencia, verdaderamente.
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