Opinión

Sombreros

Me propongo, en estos tiempos de pésima educación y peor gusto, reivindicar el uso del sombrero masculino. Coincidieron un escritor americano de mayor fama que calidad, Ernest Hemingway, y un escritor italiano de mayor calidad que fama, Giovanni Guareschi, en elogiar, como detalle de señorío ancestral y buen estilo, la manera de descubrirse de los campesinos de la Alta Castilla. Síntesis de la cortesía hidalga y pobre. Es cierto, que el sombrero no es útil ni imprescindible, y que su principal función es quitárselo en la calle al cruzarse en ella con una bella mujer. Las feminazis de hogaño no saben valorar los siglos de buena educación que resume un hombre cuando se descubre a su paso. Si el agasajo sombreril no implica detención, saludo y posterior charla peatonal, el varón debe descubrirse totalmente, alzar el sombrero con la mano derecha y seguir su marcha. De haber detención y saludo, el hombre se descubrirá en su totalidad y mantendrá durante el intercambio de palabras el sombrero en su mano derecha, y sólo estará en condiciones de cubrirse de nuevo al culminar la despedida. Si hace mucho frío y la temperatura ambiental no supera los seis grados centígrados, el hombre sólo estará obligado a tocarse con la mano derecha el ala frontal del sombrero sin proceder a separarlo de la cabeza. No hay sumisión, exceptuando la remota posibilidad de que el hombre con sombrero, con números rojos en su cuenta bancaria, se cruce en la acera con el director de su Agencia o cualquier consejero del Banco acreedor. En semejante tesitura, el hombre puede descubrirse, incluso con el termómetro bajo cero, hacer pasillo ante el banquero o bancario, y activar un leve movimiento de nuca hacia abajo al paso del financiero. De ser financiera, la recomendación no es otra que rozar con el sombrero el suelo de la calle y proceder a cubrirse posteriormente mientras pronuncia la habitual mentira: –Mañana sin falta paso por el banco–.

El sombrero sirve para quitárselo y en la forma y el modo de hacerlo, se interpreta un lenguaje respetuoso y antiguo con quien impulsa el descubrimiento de su chochola. Lo mismo sucede con el abanico. En la actualidad, todas las mujeres se abanican del mismo modo, restando fuerza al vigor del lenguaje abaniquero. El abanico –jamás un paipai– es femenino, y no sirve la excusa del hombre agobiado por el calor para justificar su uso. El penúltimo duque de Alba consorte, Jesús Aguirre, usaba de un abanico lila para asistir a los toros en la Feria de Sevilla. Ese detalle le impidió ingresar en la Real Maestranza de Sevilla, pues jamás un maestrante había sofocado las calenturas con abanico alguno. Las mujeres de ayer dominaban el lenguaje del abanico en los toros y el teatro. Si lo hacían con el abanico completamente abierto y rozando el pecho, lanzaban al aire el siguiente mensaje: «¿ Por qué no se decide usted? Mi corazón está libre». Abanico agitado lentamente: «Le quiero a usted». Abanico agitado con fuerza: «Amo a usted con pasión». Abanico cerrado rápidamente de un solo golpe: «Inútil seguirme. Mi corazón está comprometido». Abanico cerrado lentamente, varilla por varilla: «Espere usted». Abanico cerrado contra los labios: «No le puedo amar a usted». Abanico pasado de una mano a la otra: «Espero sus noticias mañana». Abanico abierto completamente junto a la boca: «Sea usted más prudente». Abanico cerrado o abandonado sobre las rodillas o sobre la barandilla de un balcón, barrera o palco: «Mi corazón ha muerto. Ya no le amo a usted». Y abanico agitado con frenesí al viento, de manera visible y frenética: «Mis padres se han marchado a San Sebastián y le espero a usted a las siete de la tarde, con café, bizcochos, y medias sin ligas».

El sombrero, ya superado el abanico, además de servir exclusivamente para descubrirse, puede salvar vidas. Gobernaba, por decirlo de esta manera, el Frente Popular, y en las ciudades y los pueblos actuaban con celeridad y odio vengativos, las Brigadas del Amanecer. Un grupo de cinco milicianos se presentó en la casa del Conde de Romeroalto. El jefe del grupo había sido guarda del campo del Conde y despedido por vago. – Lo sentimos, camarada exConde, pero venimos a fusilarlo–. El Conde, de hábiles añagazas, aceptó su situación, no sin antes dirigirse a su antiguo empleado. «Pobre rufián, ya sabes que prometí ante la tumba de mi difunto padre morir con mi sombrero cordobés coronando mi cabeza. Déjame que suba por él a mi “closet”, ajustármelo, y posteriormente podréis asesinarme sin que ponga resistencia». El jefe de la brigadilla aceptó: «De acuerdo, pero le doy tres minutos». El Conde subió rápidamente a sus aposentos, tomó entre sus manos una «Holland & Holland» del calibre 12, y bajó por las escaleras disparando. No marró tiro alguno. Con su sombrero y su escopeta abandonó su casa y fuése a yacer con la esposa del fallecido jefe de la brigadilla, que le gustaba más un Conde que un tocino de cielo. Como afirmaba después de la Guerra: «Hemos ganado, porque sabíamos correr la mano mejor que ellos».

No sirva esta anécdota para enturbiar mi propuesta. Hay que retornar al sombrero. Y si se trata de un sombrero de fieltro de Fromst, Pickering & Grover, mejor que mejor.