Opinión
Letras viajeras
«La lectura es el modo de viajar de aquellos que no pueden tomar el tren». Esta cita de Croisset encabeza «Letras viajeras», el interesante libro de Manuel Rico que he releído estos días, cuando el enjambre turístico se dispone a plegar las sombrillas y en los pueblos mesetarios sólo quedan ya las granzas de las fiestas. Me sirve para recrear mi paisaje soriano, que este año sólo he recorrido de paso. El libro es una poderosa incitación viajera. Dejo de lado a John Dos Passos en su viaje de Nueva York a la Mancha profunda y a Azorín que nos invita a acompañarle a Riofrío de Ávila o a alguna vieja ciudad castellana; paso por alto la visita de Andersen a Cádiz y Granada, y las andanzas de Richard Ford por Albarracín. No deja de ser tentador seguir a Unamuno por las Hurdes o visitar Lisboa de la mano de Pessoa. Tampoco es ninguna tontería bajar al Sur con Marsé, recorrer la Mancha con Eladio Cabañero o volver a la Alcarria con Cela. Y para recorrer Castilla la Vieja no hay mejor guía que Dionisio Ridruejo.
Con «Letras viajeras» en la alforja nos acercamos, como digo, a Soria. El libro arranca allí el camino con «Corazón de roble» de Ernesto Escapa. «Entra en la ciudad de iglesias románicas y calles de soportales –describe Rico–, visita el instituto donde don Antonio daba clases de francés, nos cuela en la iglesia de Santo Domingo, o en la de San Nicolás, o en la concatedral de San Pedro y nos invita a meditar en su interiores frescos y olorosos a incienso; desciende, caminando, hasta el río y sus extensas praderas, nos acerca a Numancia y sus ruinas».
Con Machado volvemos a contemplar los álamos dorados del Duero, entre San Polo y San Saturio, y, con él, hacemos un alto en la venta de Cidones, camino de la Laguna Negra y la Tierra de Alvargonzález. Con Gerardo Diego observamos la vida cotidiana y vemos pasar en silencio por la ciudad dormida un rebaño de ovejas. No puede faltar una visita a Bécquer en su celda del monasterio de Veruela en la falda del Moncayo. «Sentarse junto a él –dice Manuel Rico– es recobrar sus leyendas, hechas de ruinas catedralicias, luces nocturnas, amores furtivos y extrañas pesadillas con los espíritus de ‘‘El Monte de las Ánimas’’». En fin, si se atreven a subir conmigo a las Tierras Altas de la Alcarama, estaré encantado de invitarles a mi casa de Sarnago, aunque «lleva tanto tiempo cerrada que da miedo abrir el portalón descolorido amarrado con cordeles».
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