Opinión

El tío Quirino

El tío Quirino vivía en lo bajero del pueblo, en una casa lóbrega y pobre, escondida entre corrales, asomada a las herrañes y al campo. Era un hombre alto y flaco, de ojos azules. Calzaba abarcas y cubría la cabeza con una boina descolorida. Llamaba la atención su cara hinchada y enrojecida por culpa de la pelagra. Tenía fama de buena persona, aunque un tanto infeliz. Traigo a cuento su vida porque tiene mérito. Si no me olvido de alguno, tuvo ocho hijos y consiguió sacarlos a todos adelante. Hasta poseyó, pasada la posguerra, una buena cabrada. Los dos últimos nacieron después de la guerra. Fuimos juntos a la escuela. Eran pobres, pero listos como el hambre.

Entonces toda la hacienda del tío Quirino, para sacar adelante a tan numerosa familia, consistía en unos pegujales, un pequeño huerto en El Barranco, que él cuidaba con esmero y donde habitaba el ruiseñor, un macho negro llamado «Muino», un hatajillo de cabras, unas gallinas y una cochina paridera. Cazador furtivo y solitario, ponía cepos a los zorros en el raso y lazos a las liebres en las veredas del monte. En el otoño llenaba el zurrón con maguillas de la dehesa, endrinas y setas del ejido. Pero lo recuerdo, sobre todo, como colmenero. Amaestraba enjambres de abejas y los metía en rudimentarios vasos de mimbre forrados con boñiga de vaca. Lo estoy viendo en medio de la plazuela, con la cabeza protegida con un viejo tapabocas, tocando rítmicamente dos losas, hasta conseguir que la dorada nube descendiera, zumbando, del aire y entrara dócilmente en el vaso de la colmena. Cuando culminaba la hazaña de cazar el enjambre, el tío Quirino, con el cuerpo acribillado a picotazos, era el hombre más feliz del mundo.

El día que estalló la guerra, el tío Quirino cogió a su mujer, la buena de la tía María, y a la parva de hijos y huyó al monte. Se llevó consigo una manta, la escopeta, un botijo y una hogaza de pan en la alforja. Se refugió en la espesura del Prado de los Rebollos. Allí, a la intemperie, pasaron la noche procurando no hacer ruido. La noche se hizo larga y el día, interminable. Con tanta boca, el pan se acabó pronto y los hijos tenían hambre. Así que tuvo que emprender el camino de vuelta. Llegaron exhaustos a casa. La noticia había corrido por el pueblo. «Pero hombre, Quirino, –le recriminó el primer vecino con el que tropezó– ¿por qué te has ido al monte?». Y él respondió: «¡Por lo que pudiera pasar!»