Opinión
Cotorras
Los lóridos son inagotable fuente de confusiones y disgustos. Cuando, en mi infancia, La Moraleja era coto de caza, en un gancho familiar de perdices, entró en un puesto un ave extraña, que fue fulminantemente abatida. Se trataba de un guacamayo azul («Arará Arará»), probablemente escapado de una de las primeras casas del Encinar de los Reyes, donde vivían los oficiales americanos de Torrejón, muchos de ellos casados con putitas autóctonas. Y ahí está el guacamayo azul, disecado por Benedito en una urna con una placa que reza. «Guacamayo Amazónico. La Moraleja. Madrid». También en La Moraleja pasó sus últimos días de vida una cacatúa de moño amarillo, que en las atardecidas se posaba en una morera hasta que un cercanísimo familiar del que escribe alivió sus nostalgias de Papua y Nueva Guinea con un certero disparo.
Cuando Jaime Campmany era, además de fundador, el director del semanario «Época», reservaba las últimas páginas a las crónicas sociales del incisivo Jesús Mariñas, que contaba con miles de lectores. Y escribió de una fiesta marbellí a la que asistió Gunilla Von Bismark excesivamente multicolor. «Parecía un loro», remarcó Jesús. Y ella llamó a Jaime para quejarse por la «falta de guespeto». «Jaime, Magiñas ha escgito que soy un logo». Y Campmany se responsabilizó de ello, y la tormenta pasó. Y una noche se enfadaron conmigo muchas señoras de Madrid a las que quería y aún quiero, por una encerrona en «El Rastrillo». Luis del Olmo nos pidió a Tip, Mingote, Ozores y a mí que firmáramos un libro sobre el programa «El Debate del Estado de la Nación» en el caritativo y prestigioso mercadillo de «Nuevo Futuro», fundado por la inolvidable Menchu Herrero Garralda. Pero hubo candilejas. Después de la firma, nos llevaron a la Venta del Toro, abarrotada de comensales que habían pagado sus buenas pesetas y nos obligaron a hablar. Nos sentimos explotados. Cuando me llegó el turno de palabra, dije que había un exceso de cotorras en El Rastrillo. Y entre un denso silencio, abandoné el local.
Pero me adelanté a los problemas ornitológicos que hoy padecen las zonas más ajardinadas de la Villa y Corte, que ha cambiado la figura de los gorriones volando de acacia a plátano, por la de las cotorras argentinas que han invadido nuestro primer cielo. Más de 12.000 cotorras se han adueñado de Madrid, y el Alcalde Martínez-Almeida, de acuerdo con la SEO –Sociedad Española de Ornitología–, ha tenido a bien decidir acabar con ellas. Emilia Landaluce, que sabe mucho de árboles, de aves y de la naturaleza, nos ha contado que sus nidos pueden alcanzar un peso de 200 kilos, y que en ellos comparten su vida hasta 30 cotorras bien avenidas. Me parece bien que Madrid devuelva la propiedad de sus árboles a los gorriones, pero se me antoja complicado fulminar a más de 10.000 cotorras. A tiro limpio no es fórmula adecuada, y con veneno, se podría perjudicar a los gorriones, herrerillos, verderones y demás pájaros tradicionales del lugar. De los gorriones se encargó el poeta Salvador Granés cuando fue inaugurada la estación de Príncipe Pío en honor de Pío de Saboya: «No hago su semblanza, porque me figuro/ que de sobra ya,/ saben los lectores que es un Príncipe éste,/ que ni fu ni fa./ Si saber pretendo lo que dentro tiene/ siempre me hago un lío,/ sólo sé de cierto que los gorriones/ dicen “pío, pío”./ ¡Si será un portento!...¡Si será un imbécil!.../ Nada, no lo sé./ Cuando entienda el habla de los gorriones/ lo preguntaré».
Por muy bien asesorado que esté el señor Alcalde –que ha demostrado que puede ser un gran Regidor de la Villa y Corte–, mucho me temo que eliminar a más de diez mil cotorras argentinas es empresa harto complicada. Al fin y al cabo, las invasiones no deseadas se cuentan por centenares en la naturaleza. Con deshacerse de cinco o seis cotorras argentinas entre Madrid, Barcelona y Podemos, el ambiente recuperará su equilibrio natural. Y esas cotorras están perfectamente identificadas.
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