Opinión
La caza
El voto de los cazadores tendrá importancia en las elecciones del 10-N. Lo saben bien los de Vox. Al margen de la política, la caza era en la posguerra uno de los placeres del otoño en el pueblo, una distracción inocente para escándalo de los actuales animalistas. Todavía no había cotos y aún quedaba caza. Todo era campo libre. No había sonado la hora de la progresiva y acelerada desaparición de gorriones, calandrias y codornices. Las hermosas aves de rapiña se consideraban entonces alimañas que había que eliminar para proteger la caza, y en el Ayuntamiento te daban unas pesetas si llevabas un aguilucho muerto o unos huevos de águila, de urraca o de cuervo. Así que desde niños nos volvimos depredadores. La veda no se respetaba demasiado, o sea que, con más frecuencia de lo debido, ejercíamos de furtivos con la complicidad de la Guardia Civil. El cazador amaba los animales, disfrutaba del campo y del monte, comulgaba con la Naturaleza, ejercía la camaradería, cazaba para comer, evitaba prolongar el sufrimiento del animal herido, por ejemplo, de la perdiz alicorta, y despreciaba al lacero que ponía al anochecer los lazos traicioneros en la vereda al paso de las liebres.
Las más de las veces volvía a casa con el morral vacío; pero el día que lo traía lleno había fiesta y toda la familia se reunía a celebrarlo. La cena consistía invariablemente en un fastuoso calderillo de liebre o conejo con arroz. Era el momento en que los cazadores –el abuelo y los tíos– contaran fantásticas y exageradas historias de caza, siempre las mismas. Ahora ya no queda caza ni apenas cazadores rurales. En muchos pueblos del interior, como sabemos, no queda nadie o los que aún resisten son demasiado viejos para echarse al campo con la escopeta al hombro. Además el campo está acotado, reservado para los de la ciudad.
Personalmente, cuando comprendí que no necesitaba ya la caza para comer, perdí la inocencia –o la recuperé, no sé– y colgué la escopeta. Me pregunto qué diría hoy Miguel Delibes, con el que mantuve interesantes y divertidas conversaciones sobre esto un verano en El Escorial. ¿Comprendería mi renuncia a matar animales, mi abandono del ancestral y noble deporte de la caza? Sólo las aves de rapiña sobrevuelan ya los cielos de Castilla. Pero en las próximas noches de luna escucharemos en el monte, en medio del silencio, la berrea de los ciervos en celo. Y yo seguiré dando de comer en mi pequeño jardín a los mirlos y a los gorriones.
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