Opinión
El día que murió Franco
Recuerdo bien el día que murió Franco. El día anterior había celebrado yo mi cumpleaños. Cuando, muy de mañana, conocimos la noticia, en el periódico «Informaciones», en el viejo caserón de la calle San Roque, se respiraba alivio, tras la larga y encarnizada agonía, e incertidumbre ante el porvenir inmediato. Estábamos todos emocionados y no disimulábamos nuestra esperanza en un cambio político. La mayoría estábamos convencidos de que el franquismo se acababa con Franco. Pero, a pesar del deseo impetuoso de libertad y democracia, éramos conscientes de que entrábamos en un terreno inexplorado, poblado de resistencias y de obstáculos. La opinión pública estaba por la moderación, por el cambio tranquilo. El pueblo no quería rupturas ni revoluciones, porque aún tenía memoria. El Ejército y el mundo del dinero, menos. El temor al ruido de sables estaba a la orden del día. Aquella mañana de noviembre en el periódico estábamos menos interesados en contemplar la cara compungida del enlutado Arias Navarro anunciando en la televisión la esperada noticia que en los gestos, los silencios y las palabras del joven rey, el sucesor en la Jefatura del Estado.
Según mis recuerdos, el entierro de Franco en el Valle de los Caídos, con toda su solemnidad, camisas azules, «caralsoles» y salvas de ordenanza, nos pareció una noticia importante, cargada para muchos de emotividad, pero secundaria. A nadie le quitó el sueño el lugar donde lo enterraran. Se comentó sobre todo el peso de la losa que cubría la sepultura. Seguimos con mucho más interés la homilía del cardenal Tarancón en la iglesia de los Jerónimos durante la simbólica coronación de los reyes don Juan Carlos y doña Sofía que el funeral y los responsos del cardenal Marcelo González, primado de Toledo, ante el féretro del Caudillo. Era como el día y la noche. Todos nosotros, y la mayor parte de los españoles, en aquellos días de luto y rosas, miramos más al futuro que al pasado. Todo lo contrario de lo que está haciendo ahora la clase política dominante. Dicen que los españoles acostumbran a enterrar muy bien a los muertos y que disfrutan con los funerales. No sé si eso ocurre con los «desentierros»; creo que no. Todo lo contrario. Revolver en las tumbas siempre ha producido en el alma sencilla del pueblo un quejido, como si lo considerara una profanación, una falta de respeto, una intromisión indebida en el descanso de los muertos. Lo de ayer, tan pregonado, la «resurrección» de Franco 44 años después, es a todas luces una regresión, una vuelta atrás.
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