Opinión

La revuelta de los catalanes

En 1566, Felipe II tomó la desafortunada decisión de prohibir el comercio con América a los catalanes, dando el monopolio a los marchantes de Sevilla, y de esta forma quiso hacer de Castilla única referencia de España. Los consejeros de Barcelona se quejaron amargamente de la decisión en 1568: «De algun temps ença en Castella, ço es en Civilla e altres parts, contra forma de la dita concòrdia dels Reis Catolics fassen pasar als catalans com strangers». Un sentimiento de sentirse extranjeros en su propia patria se apoderó de la clase dirigente catalana. En 1640 empezó la revuelta de los catalanes contra las políticas del conde-duque de Olivares («Multa regna, sed una lex»), la contrarreforma y una profunda crisis económica, provocando revueltas por el territorio y desafección de Cataluña por los asuntos del Reino. La revuelta de los catalanes no fue una explosión de odio contra España, sino fruto de la frustración de una unidad no bien entendida por todos. El decreto de Olivares del 25 de diciembre de 1624 dirigido a Felipe IV, dejaba clara la intención uniforme, con la que entendía España: «No se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla».

Francia estaba en guerra contra España, la guerra de los treinta años, Olivares necesitado de nuevos recursos financieros para la corona para hacer frente a la política expansionista de los Austria en Europa, propuso en 1626 un programa encaminado a obtener de los reinos de la monarquía la misma contribución, tanto en hombres como en dinero. Era la llamada Unión de Armas, que atentaba contra el régimen constitucional catalán y arrastraba a los catalanes a las guerras exteriores de Castilla. Esta Unión de Armas pretendía crear un ejército de reserva de 140.000 soldados formado por efectivos humanos provenientes de todos los territorios de la Monarquía, 16.000 de los cuales debían ser aportados por Cataluña; proyecto que iba en contra de las Constituciones catalanas. Los abusos del ejército sobre la población civil y especialmente la destrucción de iglesias, despertaron en el campesinado una conciencia de opresión y religiosidad extremas, lo que provocó graves desórdenes, desembocando en la Guerra de los Segadores, tras el Corpus de Sangre. Pau Claris ofreció su fidelidad al rey de Francia y la sublevación derivó en una revuelta de los campesinos contra la nobleza y la oligarquía catalanas, con una revolución social de sus súbditos más pobres. La firma de la Paz de los Pirineos, supuso la pérdida del condado del Rosellón y la mitad del condado de Cerdaña. Maquiavelo sentenció: «El que tolera el desorden para evitar la guerra, tiene primero el desorden y después la guerra». Catalunya, como en 1640, se encamina a una nueva revuelta, y los separatistas saben manejarse como nadie, en generar un relato vencedor. Han empezado por la revuelta, será larga y dura. Su tolerancia traerá peores consecuencias. Una revuelta similar estalló en 1934, al cabo de dos años desembocó en una guerra. Avisados estamos.