
Opinión
La primera nevada
Acabo de recibir por watshapp una foto de la primera nevada en mi pueblo. Me la manda un amigo. Esa estampa, tan reconocible, me impide, nada más verla, escribir hoy de los enredos de la política. La nieve bordea el camino de El Vallejo y blanquea levemente los pinos jóvenes de la orilla. «¡Amarguras!», diría mi madre. A mí me traslada a la infancia. Contemplando la fotografía, se presiente que sopla el viento afilado del Moncayo, las nubes se agarran a los cabezos y el calamoco se mete en los huesos. Lo demás es fácil imaginárselo. En las retorcidas calles mal empedradas del pueblo, barridas por el cierzo del invierno adelantado, no se ve un alma ni un pájaro ni un perro callejero.
Ahora cruza la calle una mujer, apenas un bulto oculto en un mantón oscuro, que bien podría ser mi madre. Viene de la fuente con un cántaro en la cintura. Al doblar la esquina se encuentra con un hombre mayor oculto bajo una gastada manta de cuadros. El hombre sale renqueante de la majada o de la cuadra, apoyado en su cachava. Vendrá de apiensar las caballerías o de abastecer de gabejones el zarzo de las ovejas o simplemente de comprobar si ha parido ya la andosca. La mujer lo saluda sin detenerse. «¡Vaya día, eh, tío Marcos!». Y él responde: «Sí, de pesca; lo mejor es quedarse en la lumbre». Y la mujer acelera el paso porque vuelve a nevar.
En las Tierras Altas la primera nevada suele ser breve, apenas dos o tres días. Pero este noviembre las moscas blancas –así llaman allí a los copos– son especialmente persistentes. La primera nieve se recibía con alegría primitiva a pesar de las penalidades. «¡Ay, tan blanca y tan negra!», comentaban los viejos. Cuando, en pleno invierno, las úrguras azotan por la noche las callejas, ululan por los tejados y resuenan amenazantes en el hueco de las chimeneas, la familia se agrupa en la cocina en torno al fuego envuelta en el humo de la támbara y el olor de la matanza. Las mujeres enlutadas se juntarán en el trasnocho, a la luz de un farol de petróleo pagado a escote. Allí recordarán viejas leyendas de brujas y aparecidos o soltarán la lengua con historias picantes de amores prohibidos.
En este invierno interminable de la España vaciada, la nieve cubrirá por fin los tejados, los bardales, el monte, los campos y las calles, y todos –humanos, animales y objetos– volverán, bajo la blanca mortaja, a la edad de la inocencia.
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