Opinión

Bordeando el abismo

Fulgencio Coll

Llevamos unos años en que la política no ha hecho más que agravarse. De la crisis económica no hemos salido bien parados, porque el paro y las desigualdades sociales resultan escandalosos y los jóvenes tienen dificultades para poder desarrollar un proyecto de vida. Otra consecuencia de dicha crisis y del ataque que sus enemigos han llevado a cabo sobre el sistema del 78, que ha arrastrado a los partidos que lo articularon, ha sido la fragmentación de los partidos políticos. La consecuencia de ello es la dificultad para formar gobiernos estables, dado que nuestro país carece de una cultura de pactos entre fuerzas políticas opuestas. De esto también es responsable una Ley Electoral que estaba pensada para un sistema bipartidista y, por otra parte, de que no se ha querido convertir el Senado en una cámara de representación territorial, en cuyo caso hubiera podido quedar el Congreso exclusivamente para los partidos de ámbito nacional. Durante estos cuarenta años de democracia, se ha venido minando la propia existencia de la Nación española. En el País Vasco se eligió el enfrentamiento armado con el Estado y, a pesar de su fracaso, dejó el camino regado de cadáveres, familias rotas y una sociedad fracturada. En Cataluña rechazaron la vía de la violencia y planificaron una estrategia que consistía en resquebrajar la nación contando con el poder regional. Una vez cuarteada ésta, bastaría un pequeño empujón y el Estado se vendría abajo. El resto de separatismos se ha puesto a su cola.
Los enemigos de la nación española exaltaron el odio precisamente contra el mejor proyecto de convivencia de que ha gozado España en su historia. Y de los líderes políticos que han tenido la obligación de defender la democracia, uno, Rajoy, no supo o le faltó valor para preservarla y los otros dos, Zapatero y Sánchez, han renunciado a hacerlo. El primero, por solemne estulticia, el otro, por ambición de poder.
Pero el principal problema que se nos presenta es el que ha venido en llamarse territorial, con Cataluña en cabeza y a la cola los nacionalismos con aspiraciones independentistas.
La égida nefasta de Zapatero enturbió aún más el panorama, su adanismo impenitente le llevó a desvincular la legitimidad del régimen democrático del 78 de la Transición y lo ligó directamente a la II República. Para ello derivó a su partido al marxismo, resucitó las dos Españas, impuso la memoria histórica, impulsó el resentimiento, el revanchismo y el guerracivilismo, dio oxígeno a los separatistas y colocó al PSOE en una posición ambigua respecto al constitucionalismo. ZP llevó al país a la ruina económica y erosionó las mismas bases del Estado; el nacionalismo catalán le echó un pulso al Estado con intención de derribarlo, aprovechando las circunstancias de su aparente debilidad, cuando estaba a punto de ser rescatado por la Unión Europea, y con un presidente nefasto, pirómano para los intereses de España e irresponsable en la defensa del Estado. Su sucesor, Pedro Sánchez, ha ahondado más en la división de la sociedad española, fragmentándola, enfrentándola, cavando trincheras ideológicas. En relación al enfrentamiento de la rebeldía callejera en Cataluña, redujo una situación de insurgencia organizada a una simple alteración de Orden Público, para no perjudicar sus proyectos políticos personales, y sometió a un riesgo grave innecesario a los miembros de las Fuerzas Seguridad del Estado, al intentar minimizar el problema y no asignar los efectivos necesarios.
Ya sobrepasó las líneas rojas de un partido constitucionalista al pretender apoyarse en fuerzas separatistas e incluso golpistas en la moción de censura, y pretende ahora, con los mismos apoyos de aquellos cuyo objetivo es destruir el Estado, gobernar con un partido comunista y hacer vicepresidente del Gobierno del Reino de España a Pablo Iglesias, un antisistema que está organizando referéndums por toda España para descabalgar al Rey. La consecuencia de tanto dislate es que se ha resquebrajado la convivencia, la sociedad se ha polarizado en bloques irreconciliables, con dificultades para encontrar un mínimo denominador común; por una parte, entre la izquierda y la derecha y, por otra, entre los constitucionalistas y quienes no lo son. De esta manera, hemos convertido el arte de lo posible, que debe ser la política, en una despiadada guerra con balas de odio y, por tanto, al adversario político en enemigo a destruir. El reparto desigual de los medios de comunicación, con un enorme desequilibrio en favor de la izquierda, en especial las televisiones, contribuye a consagrar la anomalía democrática. El ciudadano está sometido a una información sectaria, que trata con severidad lo que se relaciona con la derecha y con singular indulgencia las cuestiones similares que afectan a la izquierda. Resulta aún más insufrible ese patrón de opinión pública asimétrica, cuando corresponde a la RTVE, convertida en ariete y tribuna de la izquierda. No es de extrañar que la primera medida que tomó Sánchez al llegar a La Moncloa por la vía de la moción de censura fuera un decreto urgente para someter el ente al dominio del PSOE y su socio, cambiando a todo aquel que no tuviera el carné de progresista. Más grave resulta, si cabe, el trato que la Justicia aplica a la diestra y la siniestra. Sánchez lleva año y medio en la Moncloa gracias a una sentencia que afectaba a la corrupción del PP en la que se incorporaba una frase impropia e injusta, pero demoledora, que abría las puertas a la moción de censura. Mientras que la sentencia de la causa judicial sobre el caso de corrupción más grave de la historia de nuestra democracia, los ERE, aun estando escrita hace un año, se ha retrasado su publicación hasta el momento en que no perjudicara al PSOE. Eso, sin entrar en el cambio forzado de la titular del juzgado para que la sustituta retrasara la instrucción; hasta el punto que tuvo que ser denunciada por la fiscalía al CGPJ. Ahora, Sánchez claudica con la bilateralidad, tratar la amnistía de los presos, un mediador internacional y el inicio de un diálogo que busque caminos para celebrar un referéndum de autodeterminación, todo ello mediante los cambios legislativos necesarios. Pero Sánchez no tiene autoridad para comprometer el destino de España; y ante estos hechos habrá que recordarle que el artículo art. el 102 de la Constitución, establece que la cuarta parte de los miembros del Congreso, podrán plantear la iniciativa de acusación por traición o por cualquier otro delito contra la seguridad del Estado al presidente y demás miembros del Gobierno.