Opinión

Auschwitz

Mi primera visita al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau se remonta a la mitad de los años setenta del siglo pasado. La UNESCO había decidido crear una lista de monumentos que debían ser considerados como Patrimonio de la Humanidad. Muchos países optaron para que se incluyeran en ella algunos de sus vestigios monumentales y paisajísticos. Polonia fue uno de los primeros y con este motivo invitó a un grupo de corresponsales extranjeros – yo era entonces enviado especial del diario «YA» en París– a que visitáramos los sitios que proponían para formar parte de tan prestigioso elenco. Auschwitz era uno de ellos.

Recuerdo con nitidez esa visita que duró toda una jornada. Nos acompañó en la visita una guía polaca, una señora de una cierta edad de rostro demacrado que hablaba un perfecto francés. Después de recorrer con ella el museo, las cámaras de gas y los hornos crematorios llegamos a unos de los pabellones donde vivían – sobrevivían deberíamos decir– hacinados los detenidos; sin alzar la voz nos dijo: «Y aquí en este camastro pasé un año de mi vida hasta la liberación del campo». Un escalofrío nos sobrecogió al grupo de periodistas que quisimos indagar algo más sobre su martirio pero no quiso entrar en detalles. Luego añadió: «Desde entonces decidí dedicar mi vida a mantener vivo el recuerdo de este horror. Por eso estaré aquí hasta el resto de mis días».

Después he tenido el privilegio de acompañar a los Papas en sus visitas a este espantoso sitio: el polaco Karol Wojtyla en 1979 , el alemán Joseph Ratzinger en el 2006 y el argentino Francisco en el 2016. Tres momentos de extrema conmoción. Pero nada comparable al recuerdo de aquella mujer «sacerdotisa de la memoria» de una crueldad sin parangón en la historia de la humanidad.