Opinión

Cortarse las venas

Que los españoles somos un poco gilipollas lo recuerdas cuando a bordo de un taxi, en Washington, va el chofer, etíope, y te pregunta por España y tú, atolondrado, respondes no sé qué demonios a cuenta de la diversidad, el catalán, el gazpacho, el FC Barcelona y el Real Madrid. Tu conductor viene de un país que pateó el culo en dos ocasiones a los italianos, gran estandarte del panafricanismo y la descolonización, con noventa y un millones de habitantes, once grupos étnicos, tres tribus minoritarias, no menos de cien lenguas y un 43% de cristianos ortodoxos, un 34% de musulmanes y un 19% de protestantes, y va el niño español, que viene de un país que es una fotocopia de Almería a Gerona y de Cudillero al Puerto de Santa María, y le sale por pluralidades y olé. Sucede algo similar cuando lees sobre las penúltimas pijadas de Irene Montero sobre faldas y comisarías, sí es sí, no es no y 8-M, y luego bajas al Deli, aquí en Brooklyn, y el tío que te atiende cruzó el desierto de Sonora descalzo para escapar de un país, México, donde sólo en 2019 fueron asesinadas 3.000 mujeres. Querido español viajero, verás, claro que el tuyo es un lugar variado, colorista, irisado, rico en matices, con una riqueza cultural, idiomática y etc. que defender, y claro que sufre lacras bastante chungas, y la de la violencia de las mujeres, por reducida que sea en términos cuantitativos, no deja de ser abominable. Juzgo inevitable subrayar nuestras luces y sombras. También entiendo el afán de trascendencia, la necesidad de sentirse importantes, la consideración que todos damos a nuestras respectivas idiosincrasias y lo mucho que estimula creerse protagonista de un entramado complejo, convulso, múltiple. Asumo que entusiasma creerse Juana de Arco o Robin Hood, primeros espadas de la lucha contra el fascismo o valientes cruzados en el emocionante empeño de que, madre mía, «los derechos humanos de las mujeres sean realidades vividas y vivibles, no sólo deseables». Pero tampoco sobraría con un poquito menos de ombliguismo y una miaja extra de autoestima, dignidad y pudor. No vale creerse el centro del universo y transformar nuestras cuitas, eructos, monadas y aspavientos de nenes mimados en un péplum de cartón piedra mientras negamos cualquier posibilidad de un debate público decente y que no invite a cortarse las venas.