
Opinión
Queridos "yayos"
He sido testigo de alguna confesión por parte profesionales sanitarios que ha terminado por derramarme el alma por los suelos, como la sugerencia –en un alarde de humanidad e impotencia– a ancianos ubicados en centros geriátricos, de no olvidar los cargadores de sus teléfonos móviles, los únicos instrumentos no solo para comunicarse, sino llegado el caso para despedirse de sus familiares. Asistimos con una mezcla de incredulidad, rabia y en algunos casos distante frialdad estadística, a un adiós tan inimaginable como injusto para esa generación de octogenarios o nonagenarios a los que contemplamos desconcertados, con el miedo en sus rostros, no tanto por la amenaza de tener que abandonarnos arrastrados por esta terrible plaga que nos azota, como por algo para ellos mucho peor, como es el temor por la salud de sus hijos y nietos, por no poder abrazarles, por verse aislados en la soledad de un domicilio en el que ni siquiera se les puede visitar, o sencillamente por ser elementos «no prioritarios» en las UCI dentro de la lógica selección a la que obliga el criterio de la ética sanitaria ante una emergencia de esta magnitud. Esta generación que hoy son nuestros padres y abuelos, una generación que tanto dio y tan poco recibió desde la negrura de la dictadura, pasando por mil penurias hasta la llegada de la libertad brindándonos una sociedad más justa y moderna se lo merecía todo salvo un final así, un final atrapados en residencias donde el Covid-19 ha hecho estragos a discreción, arrumbados en hospitales saturados y al borde del colapso, devueltos a los chiqueros por la selección natural que impone el instinto de supervivencia. Son nuestros queridos padres y abuelos, los «yayos» de nuestros hijos, ahora convertidos en la parte más endeble y expuesta de la cadena humana. Nunca deberíamos cansarnos de homenajearles, pero sobre todo, nunca deberíamos contemplarles con la frialdad de los números y las estadísticas. Están sufriendo en propia carne una paradoja que jamás habrían imaginado, como es la imposibilidad del estado de bienestar por cuya forja tanto lucharon, de garantizarles como generación asomada al ocaso de sus vidas un final digno ante el zarpazo de la pandemia. Ellos poblaron las grandes ciudades en busca de un futuro que no les garantizaba el campo. Ellos fueron la primera generación de trabajadores en la historia de España que pudo costear el acceso a la universidad para sus hijos. Ellos no conocían la liberación sexual, más al contrario sufrieron la represión de la estricta norma. Ellos vivieron en antros y chabolas construidas en una noche hasta conseguir sudando sangre su «pisito». Ellos nunca hicieron turismo hasta que el IMSERSO los llevó a conocer el mar. Ellos lucharon por la libertad y por los derechos laborales desde la clandestinidad sindical de su fábrica, su almacén o su fundición. Ellos brindaban con sidra el Gaitero en esas navidades en las que no podía la faltar el abuelo o la abuela acogidos por turnos entre sus hijos porque lo último sería llevarle a un asilo. Ellos nos han dado lo que tenemos y nos han hecho mejores porque justo ese era su sueño. Gracias, gracias. Os quiero.
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