Coronavirus

El pico y la pala

A pesar de que hay repuntes y es prematuro aún asegurarlo, todo parece indicar que el famoso pico tan esperado de la pandemia se dio el pasado jueves, 2 de abril. El hecho de que, pasada más de una semana desde ese día, no se pueda afirmar todavía con una certidumbre total tal cosa, nos señala hasta qué punto la situación es móvil y las previsiones, fluctuantes. Por tanto, será imposible bajar la guardia aunque las curvas de afectados y víctimas vayan descendiendo las próximas semanas.

Eso nos pone en un panorama de toma de decisiones tan complicado y peligroso como el que se dio al principio del confinamiento. Las ansias de reactivación y desahogo van a ser tan grandes entre la población que será fácil colar con más desenfado las propuestas de corte populista. Todo el mundo tendrá la vista puesta en el verano y, a la que aparezcan pequeños factores que aparentemente puedan ser considerados objetivos, la conjunción de los diversos intereses y las necesidades inmediatas nos puede llevar a tomar de nuevo decisiones equivocadas.

Las miradas confluyen en julio, como si ahí fuera a encontrarse una especie del día de la victoria o la liberación de París por los aliados. Pero me temo que todo va a resultar mucho más complejo. Conociendo la vida humana, hay que aceptar que raramente se da el peor de los casos de una manera absoluta. Pero, en las actuales circunstancias, no nos queda más remedio que obligarnos a comportarnos como si eso fuera a pasar. Es como la lotería, pero al revés: hay muy pocas probabilidades de que toque, pero siempre le acaba tocando a alguien.

No sé si pensamos mucho en el efecto de rebote de toda esta situación que se ha generado. Puede tener tantos aspectos perjudiciales como los que tuvo hace semanas la caída y detención de la productividad y el consumo. La euforia puede ser tan indiscriminada e incontrolable como lo fue en su momento hace tres meses el miedo a alarmar a la población. Me viene a la mente entonces los primeros diez años de este siglo en nuestro país y el fenómeno que se daba entonces con el sector de la construcción. A mediados de esa década, era comentario habitual en la calle la constatación de que ese sector estaba creciendo en falso, de una manera acelerada y creándose lo que se dio en llamar «la burbuja inmobiliaria».

Lo comentaban los de derechas, lo comentaban los de izquierdas; incluso el Gobierno de Zapatero se planteó si debía intervenir para ralentizar el fenómeno de alguna manera («pinchar la burbuja», decían), aunque lo cierto es que nadie hizo nada. Entre el miedo a equivocarse, la euforia económica general y la impopularidad que siempre pende sobre medidas de ese tipo, se fue dudando y posponiendo la toma de decisiones necesarias hasta que en 2008 todo se vino abajo por si solo.

¿Qué nos puede traer una reactivación incontrolada e histérica, no planificada e irracional, pero deseada por todos desesperadamente? Comprendo que hacerse hoy preguntas como esa es sentar plaza de aguafiestas, pero al menos pueden hacerse aquí hoy en día sin que te tengan que poner luego guardaespaldas por las amenazas, como le ha pasado a Anthony Fauri en Estados Unidos. Ser cenizo no es una categoría ontológica sino ondulante, ni tiene que considerarse así a cualquiera que proponga abrir un paréntesis de escepticismo.

La desfachatez populista ha estado estas últimas semanas muy callada porque la realidad era tan dura que no permitía fantasías. Pero sigue ahí, instalada entre la clase política y entre los valores superficiales que ha extendido la propaganda sobre una población relativamente preparada. Y uno de los rasgos característicos del populismo es su concepto tóxico y equivocado de entender lo que es superar algo. Considera superado todo aquello que ha sucedido y que por eso da la sensación de que ya no nos afecta. Pero superar no es eso. Superar algo no es simplemente olvidarlo porque esté meramente ubicado en el pasado. Superarlo es vencerlo, haber aprendido de las causas que lo provocaron para no repetir los errores. Por eso la ciencia es progresiva, porque establece unos mecanismos para comprobar los experimentos, para reproducir sus resultados y ser validados por otros.

La evolución, la civilización, la técnica, la libertad, la paz y la industria han creado un montón de nuevos placeres. El populismo no tiene capacidad para crear placeres nuevos, solo para hacernos creer que los placeres deben durar siempre, ser permanentes. Eso provoca que, precisamente, perdamos terreno y encima usemos mal los viejos placeres; que los abordemos de la forma menos natural, haciendo que aumente la ansiedad siempre creciente de felicidad y placer. Nos confundimos ocupándonos en recobrar nuestros viejos sentimientos de placer, creyendo que se puede hacer a voluntad o con el sentido de nuestro voto. Pero no porque hayamos ya perdido el interés en algo significa que sea falso. Lo único que sucede es que se encuentra en el pasado, aunque no por ello necesariamente superado.