Coronavirus

Muere la música

Un confinamiento en ultramar (XXVIII)

Días de coronavirus. Noches de asumir con evidente que tu ciudad, la ciudad a la que llegaste hace ya 16 años, no será la misma. O sí, pero con unas cicatrices bestiales. Con el fantasma acumulado de miles de vecinos perdidos en la picadora de la enfermedad. Con decenas de miles de negocios que no volverán porque no pueden, porque no hay forma de costear las deudas y porque las ayudas y subvenciones económicas no fueron diseñadas para sostener al ciudadano común.

Entre los damnificados más evidentes figuran los restaurantes, los bares… y las salas de conciertos. Nueva York fue siempre sinónimo de música. De rock and roll y jazz, de blues y hasta de country, de folk en el Village y de punk en el East Village, de rap, que nació en el Bronx, y de salsa, alumbrada en el Barrio por una punta de boricuas con nitroglicerina en las arterias. Hoy todo eso desaparece, agoniza y muere, y con ello cientos de oficios asociados, miles de puestos de trabajo, la sístole y diástole musical de una urbe que sonaba y comía y respiraba música.

He pensado en todo esto mientras leo que en España una Leticia Dolera y otros llamaban a la huelga de brazos caídos de la cultura. Qué valor y qué pena, contemplar a según quienes de figurones de un sector que ni los necesita ni debiera de reconocerlos como tales. Lo comentaba en redes sociales. Si la gente está realmente interesada y compelida por la ruina que viene en los sectores del arte y el ocio, el entretenimiento y el saber, si tanto amor siente por los rockeros, los poetas, los actores, etc., si tanta necesidad tiene de poemas, canciones, películas, ensayos y etc., lo que tiene que hacer, de una vez, es comprar libros y discos, revistas y periódicos.

Porque en Estados Unidos, y desde luego en Nueva York menos, pero en general en España los números de consumo cultural son absolutamente patéticos. Y cuando salgamos del encierro o del confinamiento, cuando corramos como potros sin brida y podamos repartir abrazos, caricias, besos, y cuando recorramos las calles, si es que podemos hacerlo, si que todavía queda algo en pie, lo que la gente debería de hacer es volver al cine, al teatro, y pagar entradas de conciertos, etc., que, por cierto, no hace tanto de aquellos felices días en los que la peña aprovechaba la transición a lo digital para saquear hasta reventarlas las ya precarias industrias culturales españolas.

Da bastante vergüenza ajena escuchar a según que Doleras en modo representante de la CULTURA mientras la gente muere ahogada en los hospitales y hay médicos y sanitarios y etc. jugándose el cuero a diario y mientras cientos de miles de españoles acabarán, desgraciadamente, en el paro y/o la quiebra.

Servidor siempre consideró triste que, un suponer, discos en España tuvieran un impuesto del iva de producto de lujo, o que el cine cobrase ayudas pero a la industria músical flores. Pero el problema principal fue siempre el de un público raquítico. Acostumbrado a que la administración pagase las verbenas. Incapaz de aflojar un euro para un concierto en una sala. Lo de comprar libros pues ya en fin. Ayuda muy poco a la cosechar simpatías, a lograr apoyos, a generar cariño, que de mascarón de proa del asunto figure gente tan «políticamente ineficaz, estéticamente nula, socialmente falsa e intelectualmente ínfima» como la tal Dolera.

Por lo demás España ese país donde un tío como Ricardo Pachón tiene una habitación con cientos, sino miles de grabaciones en directo inéditas de gente como Camarón, La Paquera, Agujetas, etc. Ese tesoro acabará en alguna fundación europea. Comiendo polvo porque nadie se interesó y porque, de haberse publicado, nadie compraría esos discos.

En España pecho por la chorrada de que el flamenco fuera declarado patrimonio de la humanidad pero sólo cuatro gatos compraron los discos de Pata Negra. España, sí. Un país donde si un libro de poesía vende 1.000 ejemplares al editor del mismo hay que llevarlo directo a urgencias, para tratarle de un infarto.

En ese sentido, al menos, los neoyorquinos no corremos el peligro de que una actriz de cuarta categoría amenaza con no alegrarnos la vida si el personal no le paga las subvenciones que teóricamente le adeuda.

Justo ahora, justo cuando caen las bombas, cuando las unidades de vigilancia intensiva no tiene sitio para más, cuando hay que compartir las bombonas de oxígeno y los médicos caen como moscas, daría bastante asco que los músicos y los actores le contasen a la gente, encerrada, que estos días no gozarán de su sagrado arte y matarile. Hay que ser burro pero, sobre todo hay que ser enemigo de tu propia causa y estar muy pero que muy ciego para meterse semejante pasote.