Opinión

¿Por qué el hundimiento está asegurado?

El Fondo Monetario Internacional es una burocracia global que muchas veces falla en sus estimaciones. No es un oráculo incuestionable y, por tanto, no hay por qué plegarse ante los escenarios de futuro que nos dibuje. Ahora bien, que sus previsiones puedan (o suelan) fallar no implica que la tendencia que nos muestran no pueda ser acertada sobre todo cuando coincide con el mensaje que están emitiendo a la vez muchas otras casas de análisis. Y, en este sentido, los mensajes que, como un jarro de aguanieve, el FMI dejó caer esta semana sobre nuestras cabezas, fueron los siguientes.

Primero, la economía mundial se contraerá un 3%. Se trata del peor dato de crecimiento económico global desde 1930, en plena Gran Depresión. Por consiguiente, el impacto negativo –al menos para el presente ejercicio– será mucho mayor que el que tuvo la crisis financiera de 2009 (en aquel momento, la recesión internacional apenas fue del -0,1%). Además, estamos ante una alteración de seis puntos porcentuales de crecimiento con respecto a su anterior vaticinio (antes del coronavirus, el FMI pensaba que el mundo avanzaría a tasas del 3%). Como decíamos, aunque el FMI se equivoca en muchas ocasiones, los datos que vamos conociendo refuerzan de momento sus temores. No en vano, este viernes nos enteramos de que el PIB chino se contrajo un 6,1% durante el primer trimestre de 2020 (la primera caída de su actividad desde hace 40 años). Si uno de los principales motores económicos del mundo ha gripado de esta manera (al menos por ahora, pues el dato será mucho mejor en los próximos meses), no es inverosímil que el conjunto del orbe también lo haga.

Segundo, España será una de las economías más afectadas por esta crisis: frente a una contracción global del 3%, el FMI estima que nuestro país se hundirá un 8%. No sólo eso, también será una de las más afectadas de nuestro entorno. Y es que, si bien las economías desarrolladas serán las más afectadas por la hibernación de su actividad, España también lo hará peor que prácticamente todas las economías desarrolladas. Sólo el pronóstico para Italia es peor que el nuestro (caída del 9,1% del PIB frente al 8%). Y, de nuevo, una caída del 8% no sólo supera –en mucho– la recesión que experimentamos en 2009 o en 2012-2013, sino que constituye el mayor desastre económico anual desde la Guerra Civil (casualmente, por cierto, el pasado 29 de marzo publiqué en este mismo espacio un artículo titulado «La crisis más profunda desde la Posguerra»).

Y tercero, un desplome económico de este calibre no dejará nuestro mercado laboral incólume. Como es bastante lógico, existe una fuerte interrelación entre el nivel de empleo y el de actividad: a más empleo, más producción y a más producción, más empleo. Si la economía se para en seco, entonces inevitablemente también lo harán no sólo las nuevas contrataciones, sino también los empleos existentes. Esta misma semana, por ejemplo, el ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, admitió que ya había cuatro millones de personas afectadas por un ERTE. Y si bien todas ellas se reincorporarán a su puesto de trabajo una vez haya concluido el estado de alarma

–salvo que la empresa empleadora haya quebrado y en consecuencia no exista ningún sitio al que reincorporarse–, a los seis meses muchas de ellas sí podrían terminar engrosando las listas de parados (en caso de que el tejido empresarial se haya descapitalizado y, por tanto, no tenga músculo para resistirlo). El propio FMI ha estimado que la tasa de paro española se disparará del actual 14% al 21%. Es decir, el número de desempleados se multiplicará desde 3,2 millones de personas a 4,9 millones.

Ahora bien, la cuestión no es sólo hasta dónde se incrementará el desempleo –y los temores del FMI bien podrían quedarse cortos cuanto más tardemos en reanudar la actividad–, sino sobre todo cuánto tiempo tardaremos en regresar a los niveles previos de empleo. Es decir, cuánto tiempo tardaremos en volver a generar unos dos millones de puestos de trabajo para sanar las heridas de esta crisis. Y aunque, evidentemente, el ritmo de creación de empleo dependerá de la velocidad de la recuperación, convendría que tomáramos como referencia que, durante el anterior período de expansión económica 2014-2019, nuestro país creó aproximadamente 500.000 puestos de trabajo año. De repetir esa cadencia, necesitaríamos casi cuatro años para volver al pasado mes de febrero. Es decir, que toda la legislatura se habría echado a perder. Por consiguiente, ahora mismo es difícil que el panorama sea más pesimista. En apenas unos meses hemos perdido prácticamente todo lo que habíamos progresado durante la anterior recuperación y regresamos a la casilla de salida en materia de PIB y empleo.

Sin embargo, y pese a las apariencias, sí cabe remitir un mensaje de prudente optimismo: el futuro al que nos enfrentamos no está escrito y, en gran medida, dependerá de las medidas que tomemos a partir de hoy. Si seguimos una agenda reformista y liberalizadora que facilite la creación de riqueza por parte de trabajadores y empresas, entonces podríamos remontar la cuesta mucho más rápido; si, en cambio, seguimos una agenda contrarreformista y dirigista, a las complicaciones propias del virus le seguirán las del intervencionismo estatal. Es decir, que está en nuestras manos acelerar la recuperación y la creación de empleo. Por desgracia, y he aquí la nota pesimista, las políticas que hasta el momento ha venido decretando el Gobierno PSOE-Podemos no son, en absoluto, las que necesitamos: prohibir los despidos, disparar el gasto público en ciertas partidas sin recortarlo en otras y mantener una fiscalidad elevada (con amenazas de aumentarla próximamente) son fórmulas que ya tuvimos ocasión de experimentar con Zapatero a partir de 2009 y que arrojaron un pésimo resultado. Todavía estamos a tiempo de cambiar de rumbo.