Coronavirus

Los mayores también deben ver el sol

Desde que la sociedad española quedó confinada en sus casas, hace 42 días, se ha ido haciendo un retrato cada vez más fidedigno de lo que somos, si es que se puede medir colectivamente. Han quedado claras algunas cosas. La primera, que aunque asumamos como un chiste el estereotipo de indisciplinados –ejemplo de país del Sur–, también se ha demostrado que somos capaces de asumir altas responsabilidades personales, incluso ser solidarios, es decir, anteponer lo común por encima de lo individual. Segundo, que defendemos un sentido de lo público con un orgullo que no encuentra barreras entre izquierda y derecha –claro que luego hay formas de gestión o exclusividad ideológica– y que la Sanidad es un bien que estamos dispuestos a defender; ahora hace falta que se contemple en los presupuestos generales. Tercero, que tenemos un sentido muy sincero del valor de la vida. En esta crisis se ha proyectado de manera especial en las personas mayores. De ahí que se haya atendido a todos sin barreras de edad y sin atender principios llegados del gélido norte que aconsejaban optimizar los recursos y dejar morir a los que, estadísticamente, más posibilidades tenían. Un planteamiento que no entra en nuestra concepción de la vida, lo que nos llevaría a reflexionar muy seriamente sobre el desgraciado final de miles de personas mayores fallecidas en residencias y geriátricos. Ni siquiera existe una cifra oficial: pueda rondar entre los 11.000 y 15.000.

El Gobierno ha anunciado que a partir de hoy los niños podrán salir a la calle acompañados durante una hora, después de desmentidos, dudas y confusión. Sin embargo, nada se sabe de cómo va a ser la llamada desescalada, si es que debe producirse en las próximas semanas. Menos todavía sabemos cuánto va a durar el confinamiento de los llamados colectivos de riesgo. Hace una semana, la presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen, dijo que el encierro de las personas mayores podría alargarse hasta final de año si las autoridades sanitarias lo recomiendan y los países de la UE así lo determinan. Somos conscientes del riesgo, sobre todo si a partir de otoño hubiese un rebrote de la pandemia, como anticipan algunos científicos, y si no existe una vacuna o medicamentos efectivos. Pero estamos hablando de una clausura que puede alterar física y emocionalmente a las personas, por más acostumbradas que estén a vivir solas. La edad no puede ser la única categoría para controlar la epidemia y habrá que valorar las circunstancias individuales y familiares. No puede tratarse a una «franja de edad» como un grupo unitario. Para empezar, no es lo mismo vivir en un ámbito rural que urbano. Boris Johnson, por ejemplo, decretó el confinamiento para 1,5 millones de mayores de 65, pero siempre que tuviesen patologías previas. En España, el 63,6% de los fallecidos por coronavirus oscila entre los 70 y más de 90 años de edad y la mitad de los ingresos en hospitales son hombres mayores de 50 años. No hay que olvidar cuál es nuestra composición sociológica para determinar que esa «franja de riesgo» no es anecdótica: la media de edad de la sociedad española es de 44 años (en 1975 era de 30); los que superan los 80 años son el 6,1% y la progresión de los que tienen más de 65 va en aumento desde hace 40 años, alcanzando el 19,4%.

Por lo tanto, estamos hablando de una parte importante de la sociedad para la que también tiene que haber medidas escalonadas para no abocarlas, si llegara el caso, a un confinamiento de meses sin más futuro que dejarse marchitar. De la misma manera que los niños deben salir en determinadas horas y acompañados, también pueden arbitrarse horarios y sistemas para que a las personas mayores les pueda dar un rato el sol.