Opinión

"Chochín": análisis semiológico y político

El diminutivo no suaviza. Reduce. Disminuye. Infantiliza. La convierte en un objeto despreciable. Es domesticación.

Mientras el Gobierno invierte 10 millones de euros en “formar a los hombres” en masculinidades corresponsables, según el BOE, intervenir con metodologías innovadoras para promover “modelos de masculinidad no hegemónica”, talleres, dinámicas, jornadas, seminarios, sesiones… Uno de sus representantes más mediáticos, Ábalos, despliega en su vida privada, hoy a la luz, el patrón clásico del señorito sentimental: ella limpia, cuida, encubre. Él, a cambio, le dice te quiero y la llama Chochín.

La historia es ya conocida pero aún no lo suficientemente analizada: José Luis Ábalos, 66 años, llama Chochín a Anaís, 32, AKA Letizia Hilton, quien, según ella, le organizaba la casa, le cuidaba al perro, le ayudaba a “destruir pruebas” y —aquí viene la herida— le quería. El apodo ha saltado de los chats privados a los medios, y ahí se ha quedado, flotando como un residuo semántico radiactivo.

Llamar Chochín a una mujer no es ponerle un mote cariñoso. Es sustituir su nombre por una parte de su cuerpo. Ni siquiera por su cuerpo entero, sino por su sexo, y no desde el deseo, sino desde la propiedad simbólica. Chocho ya es explícito; Chochín introduce algo peor: la mezcla perversa entre afecto y denigración. No se trata solo de sexualizarla. Se trata de hacerlo con ternura, mi cosita. El diminutivo no suaviza. Reduce. Disminuye. Infantiliza. La convierte en un objeto despreciable. Es domesticación.

Quizá, en paralelo a la deconstrucción para hombres, deberíamos diseñar cursos de reconstrucción para mujeres que cocinan gratis a hombres que les doblan la edad, les llaman Chochín y niegan conocerlas. ¿Dónde está el Ministerio de Igualdad cuando la sumisión se disfraza de amor? ¿Y si, en vez de hablar de empoderamiento, empezamos a hablar de autoestima en bruto?

¿De qué sirve gastar millones en deconstruir hombres en gimnasios y cuarteles si quienes legislan siguen construyendo relaciones a base de apodos que parecen sacados de un sainete guerra civilista? No hay curso de igualdad que pueda competir con el peso simbólico de un hombre de poder llamando Chochín a la mujer que vive con él en la sombra. ¿Qué clase de “masculinidades corresponsables” está promoviendo el PSOE si sus cargos se siguen comunicando con el código emocional del proxeneta ilustrado?

El verdadero escándalo no es que Anaís bajara al perro con un pendrive en las bragas. Es que mientras lo hacía, él la llamaba Chochín. No la nombra. La reemplaza. No la ve. La reduce. No la ama. La administra. Y ella, por su parte, se entrega con un fervor que recuerda a esas feminidades tóxicas que nadie quiere abordar porque son el reverso cómodo del patriarcado: la mujer que se arrastra por amor. La que sirve, protege, miente por él y encima agradece que le diga te quiero con voz de un ventrílocuo cansado.

Si la masculinidad hegemónica está en crisis, que alguien avise a los políticos de izquierda. Siguen tratándose las emociones con apodos infantiles, las casas como burbujas impunes y las mujeres como una mezcla entre ventilador emocional y asistenta de lujo. Y eso no se cura con seminarios, sino con vergüenza.

Porque aquí no solo hay un problema de masculinidad. Hay un problema de identidad nacional. De estructura. De guion. Cuando Pedro Sánchez habla de “nuevas masculinidades”, mientras Ábalos llama Chochín a su novia, uno no puede evitar pensar que el PSOE entero nos llama Chochín a todos. Especialmente a sus votantes, a sus fieles, a los que aún barren esperanzas. Chochines. Sumisos, disponibles, funcionales. Españoles que se arrodillan para cortarle las uñas de los pies al amo. Gratis. Y con amor.