Opinión

Ramadán

Para mil seiscientos millones de personas el pasado jueves 23 de abril ha comenzado un mes muy especial: el Ramadán. Durante treinta días los musulmanes de los cinco continentes van a respetar unas normas dictadas por su ley, la sharia; la más severa prohíbe comer y beber (agua incluida) desde que amanece hasta la puesta del sol; también está prohibido fumar y mantener relaciones sexuales durante ese horario. Igualmente se multiplican los momentos de oración en diversos momentos del día y todos deben realizar gestos de limosna solidaria con los más necesitados. Aunque no hay estadísticas fidedignas reina la impresión de que el Ramadán es respetado por la inmensa mayoría de los seguidores del Profeta Mahoma. Existen desde luego excepciones que eximen de su cumplimiento, por ejemplo, a las mujeres embarazadas o a las que estén dando el pecho a sus hijos recién nacidos, a los enfermos o personas de muy avanzada edad, a aquellos que estén de viaje o en situaciones de guerra. Tan ascéticas prácticas sirven para poner a prueba la fuerza de voluntad, el dominio de uno mismo, el control de las pasiones y fomentan la proximidad a Dios, la pureza de corazón y la solidaridad fraterna puesto que durante esos días las familias, los vecinos, amigos y conocidos se reúnen para compartir festivamente la comida. Las especiales circunstancias marcadas por el coronavirus van a hacer que el Ramadán de 2020 sea algo especial puesto que las mezquitas van a estar cerradas impidiendo la oración colectiva. Me he preguntado muchas veces si los cristianos seríamos capaces de observar un comportamiento similar al de los musulmanes durante este mes. Mi respuesta no es nada optimista al respecto.