Opinión

Estado de hartazgo y de hastío

En este estado que llaman de alarma, pero que en realidad es de añoranza de aquel tumulto y cachondeo que hemos disfrutado sin miedo a ninguna suerte de virus, nos acordamos de momentos en que las aglomeraciones, las multitudes en un concierto de rock o sencillamente en un ascensor a tope nos resultaban indiferentes

En mi pre-adolescencia he sido una girl scout insoportable, sí, pero ejemplar. El espíritu de supervivencia lo tuve siempre a flor de piel y mi adaptación a situaciones adversas es perfecta. Sé amoldarme, como la plastilina, a las circunstancias sean de la índole que sean y sé también soportar las inclemencias del tiempo, quiero decir los temporales no sólo climáticos sino también de situaciones vitales y emocionales.

Dicho lo dicho declaro solemnemente que mi situación mental en estos momentos es de hartazgo, de hastío. Tengo amigas que, en su soledad, están llegando en este confinamiento a los límites de su capacidad psíquica –y económica-, y eso me atormenta. La soledad es el precio de la libertad y de la independencia, pero hay personas que no la toleran demasiado bien, y en este encierro impuesto por el virus y obligado por un gobierno autoritario con deseos de una sociedad alienada, el mal psíquico, el mal de muchas cabezas ya desesperadas, va a ser mucho peor que padecer la propia enfermedad.

Esta semana he tenido un respiro importante, que fue mi vuelta a Espejo Público y que supuso el entrar en contacto de nuevo con las gentes que conforman la vida de trabajo. Un trabajo que, si no fuera por estas asistencias periódicas a un plató de televisión o a una emisora de radio, es el más solitario que existe, pues los que nos dedicamos al peculiar oficio de escribir sólo contamos con la presencia del ordenador, o del papel y la pluma, aunque esto se corresponda ya con especímenes extinguidos.

Para juntar letras y palabras se agradece la soledad y el aislamiento, aunque eso depende de la cabeza de cada cual, porque algunos somos capaces de crear esa situación mismamente en un aeropuerto de los de antes, claro, porque hoy los aeropuertos son lo más parecido al desierto del Gobi. Y muchos también alcanzamos la perfección interrumpiendo una frase recién plasmada en la pantalla para ir a vigilar el cocido que hierve en los fogones, y no pasa nada. Es perfectamente compatible ser una maruja con escribir un texto exquisito y ejecutar ambas cosas al mismo tiempo. (Paréntesis: no sé si los varones están capacitados para tal cosa. Es bien sabido que su cerebro no da para caminar y mascar chicle simultáneamente).

En este estado que llaman de alarma pero que en realidad es de añoranza de aquel tumulto y cachondeo que hemos disfrutado sin miedo a ninguna suerte de virus, infección o contagio; sin aprensión al cruzarnos con un individuo a menos de dos metros; sin temor a un roce ni mucho menos a un abrazo, un beso o cualquier contacto físico, nos acordamos de momentos en que las aglomeraciones, las multitudes en un concierto de rock o sencillamente en un ascensor a tope nos resultaban indiferentes. Ya nada volverá a ser lo mismo y las mascarillas y los guantes de goma seguirán presentes en nuestras vidas hasta que ésta u otra enfermedad acabe con nuestros huesos en el crematorio.

Sé bien que no es muy esperanzador esto que digo pero es una realidad a la que hemos de resignarnos mientras la única brecha hacia el optimismo se reduce a un antiviral efectivo y una vacuna que acabe con esta pesadilla. Mientras tanto no nos queda otra que seguir ejerciendo de scouts combatiendo las carencias provocadas por la situación como mejor podamos, superando el miedo y el pesimismo como nos enseñaron nuestros instructores y echando una manita a quienes decaen por falta de un apoyo cercano y mantenido. Finalmente, para eso estamos los más fuertes.