Opinión
Derecho al insulto
Pablo Iglesias declaró ayer, desde el Palacio de la Moncloa y rodeado de sus compañeros del Gobierno y ministros del PSOE, que «hay que naturalizar que en una democracia, cualquiera puede estar sometido a la crítica o al insulto en las redes». Es de suponer que la declaración sienta doctrina, dado el marco solemne y la amplia representación ministerial. También es de suponer que por «naturalizar» Iglesias entiende algo así como «dar carta de naturaleza», «normalizar», tal vez incluso crear un nuevo derecho. Esperamos con impaciencia la reforma constitucional que lo normalice en la nueva normalidad. Y es que Iglesias no puede estar refiriéndose a la simple y llana libertad de expresión que le corresponde a cualquier persona. Está diciendo algo más. Propiamente expresado, el nuevo artículo constitucional vendría a blindar, como se dice ahora, el derecho de los miembros del Gobierno a criticar y/o insultar a cualquiera, en particular en las redes (que son más divertidas añadimos nosotros, y en las que el Gobierno o los ministros podrán expresarse, «normalmente», con más libertad).
¿En virtud de qué, Iglesias ha llegado a esta conclusión tan peregrina? Probablemente, porque Iglesias argumenta desde una posición particular: la del caudillo que nos habla a todos en nombre del Pueblo, sin intermediarios de ninguna clase. Como tal, no está sujeto a ninguna de las reglas, ya sean legales, de costumbre o de decoro que rigen y limitan la posición de los representantes públicos. Él no lo es. Sus labios han sido tocados milagrosamente por esa Sustancia Popular que en última instancia legitima todo en democracia. En el fondo, debemos darle las gracias por insultar a los periodistas. «Tipejos», «gentuza», los llamó el otro día. Dales duro, Pablo, que de tu boca no puede salir más que la Verdad.
Esa es la reacción que busca. Claro que en vista de la naturaleza del personaje y de la grotesca historia que intenta ocultar con su sobreactuación, más que de profeta hay que hablar de capo mafioso. Y como buen capo, y a pesar de hablar en nombre del Pueblo, no se dirige a la generalidad de la ciudadanía. Sólo a sus secuaces, que han ido encogiendo hasta el triste 12,84% de las últimas elecciones, un resultado que sería más que digno si no contrastara con la pretérita ambición de asaltar los cielos. Encogerán más en las próximas elecciones. A pesar de ser muy generosa con los que consiguen el «turrón», como se decía antes, la representación democrática todavía no da para tanta gente.
En algún momento, Iglesias pareció estar a punto de manejar al Gobierno de Pedro Sánchez. Ya no es así. La imagen de ayer, con los ministros asistiendo al show del vicepresidente como si aquello no fuera con ellos, porque no hay más remedio que dejar que el eterno adolescente con ganas de hacerse notar se abrase en sus propias explicaciones, lo dice todo. Ahora bien, Sánchez sigue dependiendo de él. Sin Iglesias, habría de formar un Gobierno con una mayoría muy distinta, lejos del sectarismo que le caracteriza. Y esto no va a ocurrir. Tendremos por tanto que acostumbrarnos. El vicepresidente va a seguir insultándonos, ya sea desde las redes sociales o desde la Moncloa. En el fondo, es mejor que escuchar sus lecciones basadas en cómics y series de televisión. Y quien se sienta ofendido, que sepa que es el Gobierno, el Gobierno de España, el que así le manifiesta su aprecio. El presidente no acude al funeral por los 45.000 fallecidos del covid-19. Pero eleva a los altares el derecho de su colega a llamarnos «tipejos» y «gentuza».
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