Opinión

Nadie recordó a Pablo Iglesias que es mortal

Una de las cosas que más me han sorprendido de Pablo Iglesias es cómo sus periodistas de cámara lograron implantar una tesis que a fuer de repetirla mil veces se convirtió en dogma de fe: «¡Qué listo es!». Un servidor contradecía la especie echando mano sistemáticamente del mismo razonamiento: «Tiene rendidos a prácticamente todos los medios, ¡así cualquiera!». Gozaba de impunidad absoluta en esa opinión publicada que, al final, acaba siendo la opinión pública: todos le reían las gracias y las no gracias, silenciaban sus desmanes y desmontaban cualquiera de sus corruptelas por muchas incontrovertibles pruebas que hubiera encima de la mesa. El célebre informe Pisa, que confirmaba un modelo de financiación no muy diferente al de Gürtel solo que con dinero de la dictadura iraní, se convirtió por obra y gracia de las maniobras orquestales en la oscuridad de Soraya Sáenz de Santamaría en la irrefutable confirmación de la persecución de las cloacas policiales a su persona. No en vano, era el tonto útil del PP para frenar al PSOE. Por no hablar de ese tan repugnante como repetitivo machismo que a un Rajoy, un Casado o un Rivera les hubiera costado la carrera política y a él le salió siempre gratis. O de ese casoplón que acabó formando parte de la vieja normalidad. O de esos modos y maneras de gestionar su partido que harían las delicias de Franco, Stalin o Mussolini. Todo ello generó en él la sensación de que podía hacer lo que quisiera y no pasaba nada, eso que los psiquiatras denominan «impunidad psicológica». Entre que es un niño malcriado y se creía intocable, fue más allá en ese «caso Dina» ahora devenido en caso Iglesias: falseó decenas de pruebas para intentar cerrar Okdiario, asesinarme civilmente y meterme en la cárcel y, al final, como la mentira es paticorta, el alguacil acabó alguacilado. Básicamente, porque nadie le recordó que era mortal y las urnas lo han destrozado.