
Tribuna
Luciano o el humor contra todo impostor
El humor de Luciano o la grave seriedad de Marco Aurelio son dos caras de una misma moneda, en el fondo, la de la filosofía, que nos ayuda a desenmascarar todas las falsedades que nos asedian y a vivir con autenticidad
No hay nada más efectivo que el humor para desenmascarar a toda la ralea de impostores, falsarios, embusteros, falsos profetas y vendedores de crecepelos que nos aflige día a día, tanto en nuestra actualidad atolondrada por las pantallas como en el siglo II. Y, si no, basta leer al gran sofista griego, de origen sirio, Luciano de Samósata, para convencerse de que poco han cambiado las cosas: es compartida la credulidad general, desde los fraudes religiosos y económicos de la antigüedad hasta esos mensajes de correo electrónico y móvil que nos hacen pinchar en enlaces para picar en anzuelos variados.
Alguna vez se ha dicho que el siglo II de nuestra era, la edad de los buenos emperadores que comienza con Trajano y acaba con el célebre Marco Aurelio, es un buen laboratorio de ideas para entender lo que será el mundo posterior. Desde luego que es una época brillante en la que se consigue la simbiosis definitiva entre Grecia y Roma como epítome del mundo clásico al que nos debemos. También hay que recordar que hay una especie de explosión literaria en lengua griega, que es la llamada «segunda sofística», en la que fantásticos oradores –que son casi como estrellas de conciertos– lograrán suscitar un interés inusitado tanto entre las clases altas como levantar pasiones y expectación entre el público general con sus discursos.
Uno de ellos es este sofista llamado Luciano, al que debemos considerar uno de los primeros humoristas de Occidente y que nos ha regalado obras magníficas en las que se complace en ridiculizar a todo tipo de filósofos pomposos o charlatanes de medio pelo. Voltaire lo adoraba… Hay que recordar obras suyas en las que se ríe de la tradición mitológica o literaria de manera inteligente y mordaz –como los Diálogos de las cortesanas o los Diálogos de los dioses–, divertidos viajes a la luna o al más allá, y aventuras filosóficas de toda índole que muestran sus simpatías por algunos cínicos y, sobre todo, por los epicúreos.
Luciano (125-181) nace en la siria Samósata y fue orador y abogado en Antioquía. Vivió una vida de aprendizaje, viajes y experiencias a través del Mediterráneo, en la época del emperador Marco Aurelio. Fue alumno de un filósofo platónico en Roma, aunque tuvo simpatías, como se ha dicho, especialmente por los epicúreos. Luego marchó de nuevo a Antioquía y acabó domiciliado en Atenas, desde donde inició una carrera imparable de orador ambulante y exitoso, dando conferencias por toda Grecia e Italia, que le proporcionaron fama y fortuna. Tal vez compaginara esta actividad con el magisterio de retórica en alguna cátedra en el Oriente del Imperio Romano. Suponemos que su afilada oratoria y su literatura le granjearon no pocos enemigos. Le perdemos la pista al final del siglo y quizá muriera en alguna ciudad con cátedra de retórica justo al acabar este.
Una de estas obras está dedicada a Alejandro de Abonutico, un personaje inclasificable que representa lo peor de los impostores y embaucadores de todas las épocas. Este es «el falso profeta» por excelencia, que se inventa un culto misterioso y serpentino para ganar reputación y fortuna. En efecto, su obra Alejandro o el falso profeta, se dedica a desenmascarar los embustes de ese inefable charlatán, que supo medrar en la sociedad del oriente romano explotando la superstición y la credibilidad de las gentes.
Este farsante fue denunciado, curiosamente, por dos grandes grupos que intentaron poner de manifiesto sus engaños: por un lado, los epicúreos y, por otro, los cristianos. El odio del timador Alejandro contra los epicúreos llegó al punto de que cogió las máximas de Epicuro y las quemó en la plaza pública, como si estuviera quemando al propio Epicuro, como dice Luciano. Para este, Epicuro fue «un hombre auténticamente de naturaleza sagrada y divina, el único que ha llegado a conocer lo bueno de verdad y lo ha transmitido y ha resultado ser liberador de quienes han estado en compañía suya» (Alej. 61).
Este siglo II, en fin, será el de la máxima difusión de las filosofías más liberadoras heredadas del helenismo, entre otras, por supuesto, del epicureísmo, con ejemplos tan fascinantes como el de Diógenes de Enoanda, un millonario que mandó edificar una enorme inscripción para difundir el evangelio epicúreo. Pero también, por supuesto, es el siglo de Epicteto y Marco Aurelio, los dos grandes estoicos cuyas obras hemos heredado. Ambas escuelas, en principio rivales, epicureísmo y estoicismo, vuelven hoy con gran vigor. Nos sigue diciendo mucho su voz complementaria y nos recuerda que, hoy como ayer, seguimos necesitando guías de excepción para prevenirnos contra la sinrazón y ayudarnos a vivir una vida bien vivida. El humor de Luciano o la grave seriedad de Marco Aurelio son dos caras de una misma moneda, en el fondo, la de la filosofía, que nos ayuda a desenmascarar todas las falsedades que nos asedian y a vivir con autenticidad.
David Hernández de la Fuente. Escritor y catedrático de Filología Griega en la UCM
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