Opinión

La Universidad vital: la batalla de la presencialidad

Me llega una carta de Amy Ferrer, el director ejecutivo de la «American Philosophical Association», pidiéndome que me adhiera a la protesta de las universidades y sociedades académicas contra la orden del 6 de julio de la agencia gubernamental norteamericana para la inmigración (ICE) que anuncia la terminación de la visa en los Estados Unidos para los estudiantes internacionales que el próximo curso sigan los estudios en modalidad solo online. Las universidades de Harvard y MIT han iniciado una acción judicial contra esa disposición gubernamental que parece pensada para forzarles a impartir las clases de modo presencial en lugar de virtualmente, tal como habían anunciado. Se calcula que en los Estados Unidos hay un millón de estudiantes internacionales a los que podría afectar esta nueva disposición.

El conflicto tiene cierto relieve y la situación es muy compleja, pues el futuro de la pandemia de Covid-19 en los Estados Unidos y en el resto del mundo es del todo incierto mientras no se disponga de una vacuna eficaz. Muchas universidades norteamericanas quieren que sus estudiantes puedan regresar a sus campus, aunque sea con limitaciones de aforo en los lugares comunes y con todas las medidas de precaución para evitar contagios masivos. Piénsese, por ejemplo, que algunos estudiantes internacionales están más seguros en los Estados Unidos que en sus países de origen, que quizá cuentan con un sistema sanitario más deficiente. Además, muchos estudiantes de grado y, sobre todo, los de postgrado, «no pueden completar su trabajo sin acceder a los recursos técnicos de los archivos, bibliotecas y laboratorios de sus instituciones, sean las clases enteramente online o no», tal como se afirma en la carta que me invitan a suscribir.

Lo que quiero afirmar aquí es que la enseñanza universitaria no puede ser solo online. Aunque todas las clases —o una parte de ellas— sean virtuales, la clave de la formación universitaria es la convivencia entre profesores y estudiantes, y la convivencia de los estudiantes entre sí. Me parece que por este motivo mi universidad y muchas otras han defendido para el próximo curso académico una enseñanza básicamente presencial, cumpliendo con una limitación de aforo en las aulas que minimice el riesgo de contagio y complementando esa enseñanza presencial con todos los recursos online que se precisen. Mi rector Alfonso Sánchez-Tabernero afirmaba en la prensa hace unas pocas semanas que «la enseñanza online nunca superará a la presencial. El cara a cara es imbatible».

Y esto me sirve para recordar algo que escribió John Henry Newman, el profesor de Oxford que llegó a cardenal de la Iglesia católica, canonizado hace unos pocos meses: «Si tuviera que elegir entre una universidad que entrega títulos a los estudiantes que aprueban los exámenes de sus asignaturas [Por ejemplo, ¡una universidad online!] y una universidad sin profesores ni exámenes, sino que simplemente reuniese a los jóvenes, no dudaría en preferir la segunda» [Discurso 6º, La idea de una universidad, 1852-58]. La explicación que Newman da de su preferencia es que la convivencia hace a los estudiantes «mejores personas para el mundo, lo que es muy superior a la educación que proporciona una universidad que enseñe una multitud de disciplinas». Y añade una maravillosa descripción que transcribo casi literalmente: «Cuando una multitud de jóvenes, entusiastas, de corazón abierto, comprensivos y observadores se encuentran y se relacionan libremente entre sí, seguramente aprenderán unos de otros, incluso aunque no haya nadie asignado para enseñarles; la conversación que sostengan es para cada uno una serie de conferencias de las que obtienen por sí mismos nuevas ideas y puntos de vista. Esa comunidad juvenil constituirá un todo que dará a luz a una enseñanza viva, independiente de la instrucción directa de sus superiores».

Repito la idea central que aprendí del fundador de mi Universidad, san Josemaría Escrivá: «Es en la convivencia donde se forma la persona» (Conversaciones, n. 84). La convivencia de unos con otros es lo que forma, lo que hace crecer la vitalidad interior: escucharse unos a otros lleva a aprender qué piensan los que piensan de forma distinta a la de uno; hacer cosas juntos —el trabajo en equipo— enseña a poner las cualidades personales al servicio de la tarea común.

El genuino aprendizaje requiere que los estudiantes vivan la universidad: los años universitarios son un periodo formativo muy especial. Este periodo constituye una oportunidad formidable para ensanchar el corazón, para aprender de los demás, para vivir la tolerancia, para amar de verdad el pluralismo y la libertad propia y ajena que es lo que la sociedad actual realmente necesita. Es difícil —o quizás imposible— desarrollar estas virtudes con una enseñanza meramente online.

Termino con unas palabras de mi vicerrector Pablo Sánchez-Ostiz que acentúan esta dimensión vital de la formación universitaria: «Esta crisis ha puesto de relieve que, al final, lo que hace funcionar al sistema no es la estructura, ni la tecnología, sino la pasión del profesor, el compromiso del alumno y la relación personal entre ellos. Esa es la química que desata la energía que supera todos los obstáculos. Es hora de optimizar el aprendizaje de nuestros alumnos, desbloquear el talento de nuestros profesores y reinventar la universidad onlife».