Opinión
Una ley ideológica de libertad sexual
Si el Ministerio de Igualdad que dirige Irene Montero tenía algún sentido –por encima de lo que presuponen en el enunciado y de otras cuestiones de equilibrios entre las familias de su propio partido– es el dar sentido jurídico a la equidad de género. En un Estado de Derecho, todo lo que no es ley es ideología, materia gris e indigesta que se maneja al gusto de quien la suministra y quien gustosamente se la traga. Y eso es en parte lo que ha sucedido con la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que resultaba tan enrevesado su título, que su desarrollo no podría ser menos que inaplicable, o por lo menos con inconcreciones en su redactado cuya interpretación no supone, ni mucho menos, un avance en la protección de los derechos de la mujer, por resumir. Porque el problema de esta ley es partir de las nuevas «políticas de género», sin entender que las normas se deben hacer desde la generalidad. Dice en su preámbulo: «El acceso efectivo de las mujeres a estos derechos ha venido históricamente obstaculizado por los roles de género establecidos en la sociedad patriarcal, que sustentan la discriminación de las mujeres y penalizan, mediante formas violentas, las expresiones de libertad contrarias al citado marco de roles». Este punto, cuyos redactores le dan gran relevancia, viene a decir que cualquier ley está marcada por principios «patriarcales» si ésta no supera esos roles, lo que les llevó a eliminar la distinción entre agresión y abuso sexual, ya que ambas parten del mismo principio de sumisión machista, «considerándose agresiones sexuales todas aquellas conductas que atenten contra la libertad sexual sin el consentimiento de la otra persona».
No lo vamos a poner en duda aquí, aunque suponga modificar la jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre qué es abuso, pero a efectos legales supone aplicar penas menores a las vigentes para la nueva tipificación de agresión sexual y violación. El argumento fue que así se evitaban «problemas probatorios», «la revictimización o la victimización». Si poco antes de su aprobación el ministro de Justicia, Juan Carlos Campos, dijo que el borrador era una «chapuza» jurídica, ahora ha sido paralizado por el Gobierno. El texto, que no se aprobará hasta septiembre, debía haber pasado previamente por el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo de Estado y el Consejo Fiscal antes de que Congreso y Senado se enfrentasen a un texto que luego habrá que corregir y no en pocas cosas. En definitiva, el anteproyecto vuelve al departamento de Montero para que presente un texto más acabado y en el que figuren las observaciones de otros ministerios, al tratarse de una «ley integral» que aborda el conjunto de reglamentaciones que abordan otros departamentos. La ambición no es mala cuando hay una causa justa; el problema es que esta normativa parte del principio ideológico de que puede legislarse sobre «todas las violencias sexuales, que afectan a las mujeres de manera desproporcionada, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de género».
Demasiado para una ley que no contó con el consenso de nadie, que se redactó en un tiempo récord y precipitadamente y que se aprobó como un mero acto de propaganda antes del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, con una manifestación que sería mejor olvidar por sus efectos en la pandemia del coronavirus y a mayor gloria de la ministra que la firmó. No es una ley seria, que esté a la altura del problema real sobre la violencia de género y que se ha preparado desde un visión estrictamente ideológica de considerar que los derechos de la mujer sólo pueden defenderse desde los partidos de izquierdas. La desigualdad entre personas existe, pero a estas alturas ya sabemos que no hay mujeres de primera y de segunda según su adscripción política.
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