Opinión
Una crisis anterior a la pandemia
El curso arranca mañana en medio de una sensación generalizada de inseguridad y un grado de miedo lindante con el pánico. No tenía por qué haber sido así. En muchos países ya ha empezado el curso y no se han producido las catástrofes que se prevén en nuestro país. Ha habido contagiados, como era de esperar, y como nadie sabía lo que había que hacer si eso sucedía, se han ensayado toda clase de soluciones, desde el cierre de clases al aislamiento del enfermo y su círculo inmediato. Y no parece demostrado que estos casos hayan contribuido a la propagación del covid-19 fuera de los recintos escolares. Claro que no es lo mismo las escuelas que los institutos y las universidades, con jóvenes más proclives a enfermar y, al parecer, con más capacidad de contagiar… Sea lo que sea, lo que se sabe hasta ahora es que por lo menos las escuelas, aun presentando riesgos evidentes, no tienen por qué ser el principal foco de una nueva ola de contagios.
Claro que ya antes de la apertura del arranque de curso, estamos en plena segunda ola, con un número de contagiados similar al de los peores momentos de marzo y abril. Y aunque la situación no sea comparable a la de entonces, por muy diversas razones, ya todos hemos empezado a comprender el alcance de la crisis económica que causa la enfermedad. Y sobre todo, el gobierno, con su desastrosa gestión de la crisis y su obsesión propagandística –lo único que parece haberle movido- ha conseguido atemorizar la sociedad y desacreditar sin remedio las instituciones. En consecuencia, nadie, salvo quienes se refugian en el voluntarismo ideológico, lindante con el fanatismo, espera nada del Gobierno y apenas algo más de las Comunidades Autónomas. Resulta asombroso, pero en estos meses no ha habido forma de que el Gobierno establezca una propuesta de mínimos sensata sobre los cuales las Comunidades pudieran modular su propia respuesta.
Como tampoco se ha dado demasiada información de lo que ha ocurrido fuera, la sensación que prevalece en nuestro país es la de que estamos al borde de un experimento de riesgo extremo, y a escala nacional, con un puñado de oportunistas ineptos y ultra ideologizados al mando. En estas condiciones, cualquier incidente se convertirá en un polvorín de consecuencias imprevisibles, desde la rebelión de los padres hasta el confinamiento de zonas enteras de las ciudades o incluso del territorio. Con las consecuencias que eso tendrá en la economía. Esto no es consecuencia de la enfermedad, aunque se empeñen en que lo creamos. Será consecuencia de la conducta de nuestros gobernantes.
Y a pesar de esta circunstancia, todo lo que estaba en juego en ese principio de curso sigue ahí. Estamos ante una crisis que el covid-19 ha precipitado, pero presente desde mucho antes. La enseñanza, tal como la hemos conocido hasta ahora, ya no sirve. Ni como transmisor de saber y cultura, ni como motor del ascenso social, ni como preparación para el mercado de trabajo, ni siquiera como guardería para tener aparcados a jóvenes con los que no se sabe qué hacer. Nos movemos en parámetros de hace un siglo, degradados por la ideología progresista y el pedagogismo. Incluso si se encuentra una vacuna, la escala de la crisis provocada por el covid-19 es tal que ya ha hecho estallar lo que conocíamos como educación reglada. Lo peor que se podía hacer era provocar, como se ha hecho desde el gobierno, una ola de histeria para acompañar los primeros pasos en un cambio que debía haber sido acometido hace mucho tiempo. No hay nada que esperar. Los estudiantes, los padres, el conjunto de la comunidad educativa habrán de actuar por su cuenta y riesgo.
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