Opinión

La utopía de Mondrian

La marca nos ha metido una modernidad en serie y a precio de saldo, porque, al final, se ha dado cuenta de que la peña, aparte de belleza, también quiere una mesa donde sentarse a comer

Todo arte encierra en su interior un germen de utopía, que no es otra cosa que el sueño que le da sentido. La estética no es más que la materialización de esa vocinglería interior de pensamientos, de todo ese mugido de ideas que viene acomodando el creador/artista en sus distintas intimidades. Mondrian, que Manuel Borja-Villel nos ha traído al Reina Sofía, para que nos culturicemos todos un poco en abstracción, tuvo un hallazgo que no es otra cosa que la intuición de su tiempo, porque un artista, cuando esta palabra se escribe en negrita, también es un poco psicólogo de su época, alguien que es capaz de entrever las líneas del cambio, las vías por las que se cuelan las diversas transformaciones.

Mondrian aspiraba a descabalgar el arte los rígidos podios museísticos y aplebeyarlo en un mestizaje vivo que rompía las fronteras de la escultura, la arquitectura y la pintura. Tenía esa pretensión de cotidianizar lo artístico al supeditarlo a esa hermana menor que es el diseño, una forma de poner el arte en el orden de los días, aunque ese día a día quedara en la mansión coleccionista y el pisazo del multimillonario. Esta pretensión de los creadores de embellecer nuestras existencias, mayúsculas o minúsculas, es irrelevante, es loable y parece conducirse en dirección contraria a la que han tomado nuestros políticos, que más que proponernos soluciones nos las regatean con sus líricas ideológicas y tensiones barrocas.

La industrialización y la reproducción mecánica, que justo es de lo que renegaba William Morris, el profeta del movimiento Arts and Crafts, intentó poner en manos de la masa la vieja ambición intelectual de popularizar el arte. Pero lo que ha sucedido al final es que no ha venido Miguel Ángel a decorarnos los palacios del hogar, sino Ikea. La marca nos ha metido una modernidad en serie y a precio de saldo, porque, al final, se ha dado cuenta de que la peña, aparte de belleza, también quiere una mesa donde sentarse a comer.

Sandro Veronesi, que anda promocionando su última novela estas semanas, comprendió la decadencia de fondo que toca a Europa no en los parqués bursátiles, sino al comparar sus armarios con los de la herencia familiar y se percató, como diría un perito, del cambio de calidades. Veronesi, un italiano de pelo revuelto y gafas de moda, daba cuenta así de que el objeto inmediato es lo que nos va reportando la realidad de nuestros bienestares. Y lo que percibió fue un horizonte de familias mermadas que no van poder ofrecer a sus hijos lo que ellos recibieron de sus padres. Nuestros progenitores, según el escritor, hasta podían adquirir un piso para el hijo o una casa de verano, pero ahora el personal tira con lo que puede. No es que no esté para adquirir segundas residencias, es que no llega ni para el pavo de Navidad. Hemos pasado de Mondrian a hacer arte con las necesidades..