Opinión

Los que quieren destruir la Constitución

No les sirve, como es lógico, en la sectaria obsesión revolucionaria de unos y el deseo irracional de destruir España de los otros.

España ha tenido una historia constitucional atormentada desde que se aprobó la mitificada Constitución de 1812, donde muchos de los que la glorifican no se la han leído y menos estudiado. Es un texto que responde a una época concreta y nunca se llegó a aplicar plenamente, porque España estaba en guerra contra el invasor francés y Fernando VII la derogó en 1814 a su llegada después de haber estado retenido por Napoleón tras las abdicaciones de Bayona. El «rey deseado» es uno de los más vilipendiados de la Historia de España en la misma medida que son exaltados los liberales que se representaban a sí mismo y poco más. Hablar de opinión pública y de lo que quería el pueblo en la primera mitad del siglo XIX carece de rigor. El Trienio Liberal, que sirvió para que desapareciera cualquier oportunidad de impedir la independencia de los virreinatos, llegó con la reivindicación de recuperar la Constitución de 1812 y el rey tuvo que jurarla el 9 de marzo de 1820. El texto olía a naftalina y era evidente que había que elaborar uno nuevo.

No he dado ninguna importancia a la carta otorgada en Bayona, porque fue impuesta por el emperador de los franceses y, por tanto, era ajena a España. Nunca la he considerado una constitución como no puede hacerse con un texto promulgado por un país ocupante. A este tema, a la Constitución de 1812 y al sistema de estados satélite napoleónicos dedique mi tesis doctoral en Historia Contemporánea. España no es ajena a los convulsos procesos constitucionales que se vivieron en el resto de países de nuestro entorno. Francia pasó de la Revolución a la reacción contrarrevolucionaria del Directorio y el Consulado para alumbrar el Primer Imperio que fue un híbrido entre el Antiguo Régimen y la modernidad decimonónica, por supuesto, dirigido por un dictador militar. En el resto del siglo tenemos la primera y breve Restauración borbónica, el imperio de los Cien Días, la segunda Restauración, la burguesa Monarquía de Julio de Luis Felipe, otra vez la república con su presidente, Luis Napoleón, convertido luego en emperador y, finalmente, otra vez la República. Las convulsiones que vivió nuestro país vecino, los textos constitucionales aprobados y las guerras que provocó o sufrió hasta la pérdida de su imperio colonial son tantas que relatarlas ocuparían miles de páginas. He utilizado este ejemplo para mostrar que no existe tal excepcionalidad o singularidad como a veces se esgrime desde concepciones historiográficas marxistas o por algún que otro aficionado con más voluntad que esfuerzo investigador. La historia europea de los dos últimos siglos es tan convulsa como apasionante.

Hasta que se aprobó en 1876 la Constitución de la Restauración, los diferentes textos que entraron en vigor no tuvieron ninguna voluntad de buscar el consenso, sino que reflejaron, simplemente, la victoria de unos sobre otros como sucedió con los de 1837, 1845 y 1869. Uno de los ejemplos de consecuencias más trágicas fue la de 1931 donde la izquierda impuso sus posiciones. Este visceral frentismo hizo imposible que la Segunda República pudiera representar realmente a todos los españoles. Es cierto que buena parte de los profesores dedicados a la Historia Contemporánea participan gozosos del fraude intelectual que es la Memoria Democrática así como de la interpretación sesgada e idealizada de la Segunda República y la Guerra Civil. Su izquierdismo les ha hecho perder la objetividad que sería exigible a un investigador.

Hoy celebramos todo lo contrario. El pueblo español ratificó el 6 de diciembre de 1978, por medio de un referéndum, la vigente Constitución, que fue el resultado de un amplio y generoso consenso que permitió alumbrar el texto más longevo de nuestra historia. No solo eso, sino que todavía mantiene su vigencia, aunque sería positivo introducir algunas modificaciones, si bien no demandan ninguna urgencia. Ha permitido alumbrar una etapa de fructífero crecimiento social, económico e institucional. La Transición y la Constitución de 1978 son referentes de un proceso exitoso que generó un lógico respeto en todo el mundo. En lo que hace referencia a nuestra Carta Magna ha permitido que los diferentes gobiernos hayan podido aplicar sus programas sin problema, por lo que no ha sido un corsé que lo imposibilitara. Los errores o defectos no son achacables al texto, sino a los políticos en su desarrollo. Me ha parecido siempre injusto escudarse en su articulado para justificar concesiones innecesarias, ausencia de consenso en los grandes temas o ignorancia jurídica de quienes no sabiendo Derecho o teniendo unos conocimientos simples han preferido imponer sus ideas a seguir los consejos de los letrados de Cortes, los abogados del Estado o los catedráticos.

Por tanto, la Constitución ha sido víctima tanto de los intereses partidistas como de la ignorancia de aquellos que ni siquiera han hecho el esfuerzo de leerla y estudiarla. Hoy sigue siendo un gran instrumento para seguir avanzando, pero el problema es que los comunistas y los independentistas quieren demolerla. No les sirve, como es lógico, en la sectaria obsesión revolucionaria de unos y el deseo irracional de destruir España de los otros. Estas dos corrientes son, afortunadamente, minoritarias electoralmente en el conjunto del Estado, pero cuentan, sin embargo, con gran peso en el gobierno y son decisivas para garantizar su estabilidad. El objetivo final es conseguir la Tercera República y la celebración de referéndums de autodeterminación en el País Vasco y Cataluña. El mayor impedimento en este proceso reside en la Corona, porque si consiguieran debilitarla y finalmente acabar con ella como en el 31 se abriría el paso a un proceso constituyente y a un nuevo texto más de acorde a la visión revolucionaria de buena parte de la izquierda. Por ello, hay que seguir defendiendo con fervor la Constitución y celebrando con felicidad el 6 de diciembre.