Opinión

El legado de Trump

Hace algunas semanas, recién perdidas las elecciones, unos cuantos miles de fanáticos trumpistas se manifestaron en Washington para protestar por su derrota. Su ídolo, el todavía presidente, se dio un paseo en coche oficial para pasar por el medio de la marcha y recibir el calor de los suyos. Este fin de semana, en otra concentración similar, Donald Trump sobrevoló a sus seguidores desde el helicóptero del presidente, el Marine One. Entre los manifestantes había pocas mascarillas y aún menos argumentos.

Trump perdió ampliamente en las urnas el 3 de noviembre. Desde entonces ha mantenido firme su empeño de perder también cada una de las demandas que ha presentado ante todo tipo de tribunales de justicia, desde los locales hasta la Corte Suprema. Su obstinación en ser derrotado una vez tras otra sería digna de un estudio psicológico si no fuera porque ya a nadie le extraña, conociendo al personaje.

El equipo legal que le asesora, tan fanatizado como su propio jefe, vivía desde el mismo día de las elecciones en la obsesión de llevar su causa hasta el más alto tribunal del país. Trump, en su delirante ensoñación, estaba convencido de que allí le regalarían la victoria que no le dieron sus compatriotas. Confiaba en tener controlados a sus miembros: de los nueve magistrados, seis han sido elegidos por presidentes republicanos; y, de esos seis, a tres los designó el propio Trump. Acostumbrado a gobernar Estados Unidos igual que gestionaba sus empresas de construcción, el presidente siempre ha creído que aquellos a los que él nombra para cargos relevantes le deben poco menos que su vida. Pero, precisamente, lo que no han querido los jueces de la Corte Suprema y los del resto de los tribunales es perder su prestigio profesional de por vida. Pretender que un magistrado, por muy admirador de Trump que sea, va a sentenciar falsamente con su firma que en Estados Unidos se ha producido un robo electoral con millones de votos ilegales en media docena de estados es grotesco.

Y si nada tan grotesco ocurre en las próximas horas, antes de que termine este lunes 14 de diciembre los componentes del Colegio Electoral –los compromisarios que formalmente certifican quién es el presidente– refrendarán el resultado del 3 de noviembre, para que el 20 de enero jure su cargo Joe Biden.

Habrá terminado la presidencia de Donald Trump, pero no habrá terminado su deseo de debilitar a las instituciones americanas con su insistencia en no aceptar la incuestionable realidad de su derrota, de enviar a sus abogados a los tribunales aunque no aporten pruebas y de lanzar a sus fans a las calles y las redes sociales.

A pesar de su limitada estancia en la Casa Blanca, Trump sí ha logrado dañar la imagen de la democracia en Estados Unidos y en buena parte de Occidente. Ese será su legado: haber llevado el grado de polarización política hasta el extremo, y dejar al próximo presidente y a sus compatriotas un país dividido en dos sectores que no se soportan ni se respetan. Puro populismo.