Capitolio de los Estados Unidos
Aviso a los quintacolumnistas del Capitolio
De repente los QAnon habían dejado de ser un bulo o un rumor. Y surgía una nueva pregunta: ¿son de temer?
A principios del siglo XVII faltaban casi cuatrocientos años para que internet irrumpiera en nuestras vidas. Casi sorprende que no la necesitáramos para que Europa se viera inmersa en uno de los primeros “fenómenos virales” de la Historia. El momento requirió de sus muros y sus posts aunque ninguno, por supuesto, fue digital. Ocurrió en 1622. Sobre las paredes de varias casas del centro de París aparecieron decenas de carteles en los que podía leerse una extraña declaración: “Nosotros, Diputados del Colegio Superior de la Rosa Cruz, hacemos nuestra estancia visible e invisiblemente en esta ciudad”. La extraña proclama causó sensación. Hacía ocho años que venían publicándose en Inglaterra y Alemania los panfletos de una misteriosa comunidad de sabios que aseguraba haberse confabulado para impulsar una revolución social. Juraban que su misión no era otra que la de acercar el pensamiento religioso al imparable avance de la razón. Según ellos, existía un orden esotérico del mundo y su grupo era el depositario de la “ciencia secreta” (sic) que lograría su objetivo. Al parecer, los carteles formaban parte del plan.
Los rosacruces -así los llamaron- no gustaron a casi nadie. La Iglesia repudió sus ideas porque, entre otras cosas, defendían la alquimia. Manipular la materia a capricho era un acto de arrogancia imperdonable. Una ofensa a Dios. La Ciencia tampoco los vio con buenos ojos. Su gusto por el simbolismo y el disfraz no parecían propios de una comunidad que alardeaba de racionalidad. Y así, contra todo pronóstico y pese al desprecio de las fuerzas sociales, su presencia “invisible” en las principales capitales europeas se convirtió en uno de los temas de conversación favoritos del tiempo. Nadie sabía quiénes eran los redactores de los carteles de París, ni mucho menos si tras ellos existía una estructura, un orden jerárquico o una estrategia para subvertir el mundo. Su sola mención causaba estupor y preocupación.
Hoy nadie recuerda aquellos sucesos, aunque deberíamos. Una versión “2.0” de esa forma de anunciar cambios políticos es la que hemos visto en estos tres últimos años en los Estados Unidos. De hecho, su última consecuencia se dejó sentir la semana pasada durante el asalto al Capitolio. Los nuevos carteles amenazando con reformar la sociedad se plantaron en muros virtuales como 4chan o Twitter a finales de 2017. Fue ahí donde una renovada estirpe de “rosacruces”, los QAnon, denunciaron que su país lleva años en manos de sádicos líderes obsesionados con construir un New World Order en el que los ciudadanos seamos meros esclavos suyos. Al principio nadie les tomó en serio. ¿Cómo hacerlo si decían que Hillary Clinton lideraba una red de tráfico de niños para sacrificios humanos? ¿Cómo dar pábulo a sus proclamas contra Céline Dione o Lady Gaga, a las que acusaban de ingerir la sangre de esas víctimas en busca de una droga de la longevidad? ¿O que solo alguien como Trump pudiera poner fin a esa orgía de abusos y ambición?
Los QAnon, igual que los rosacruces de la Ilustración, tampoco firmaban sus acusaciones. Las circularon -dijeron- sin otro respaldo que el de un “gran filtrador” sin nombre, con el máximo nivel de acceso a información confidencial (Q) en el Departamento de Energía, y una tupida red de repetidores anónimos de sus revelaciones (Anon, abreviatura de anonymous).
Meses más tarde, en el verano de 2018, comenzaron a verse pancartas con la misteriosa “Q” en todos los mítines de Trump y, poco a poco, a conformarse una galaxia de seguidores que -sin jerarquías, ni una “biblia” cerrada, ni líderes- daban voz a sus proclamas y empezaban a arañar espacio en los grandes medios de comunicación. Así se instaló en América la sospecha de que cualquier vecino podía formar parte de esa nueva “liga de la justicia”. El problema era solo cómo detectarlos.
En el caso de los viejos rosacruces, los carteles de París terminaron inspirando bestsellers como Zanoni, una novela con uno de esos “revolucionarios ocultos” como protagonista, escrita por el parlamentario inglés Edward Bulwer-Lytton, autor también de Los últimos días de Pompeya. En sus páginas se presentaba una sociedad infiltrada por elementos que viven ajenos a sus normas; una suerte de agentes dobles dispuestos a dar la cara llegado el momento de consumar una revolución. Era la encarnación de un terror que, manipulado convenientemente, podía llegar a ser demoledor. En España, curiosamente, lo sabemos bien. Cuando en 1936 el ejército de los sublevados se acercaba a Madrid, el general Mola soltó a los corresponsales extranjeros que tomarían la capital no gracias a las cuatro columnas armadas que se dirigían ya a conquistarla, sino con la ayuda de una quinta, invisible, formada por madrileños fieles a su causa que vivían pared con pared con los republicanos. Sus declaraciones generaron un nuevo fantasma entre los defensores de Madrid, que la peinaron enfebrecidos a la caza de quintacolumnistas.
Hasta el pasado 6 de enero QAnon era solo una suerte de quintacolumnismo más o menos intangible. Sin embargo, el asalto al Capitolio puso a algunas de las caras visibles del movimiento -como el anecdótico hombre cubierto de pieles y rostro pintado con barras y estrellas, Jake Angeli- al frente de algo mucho más real. De repente los QAnon habían dejado de ser un bulo o un rumor. Y surgía una nueva pregunta: ¿son de temer?
Yo no lo sé. Pero si siguen la pauta de los rosacruces originales, lo más probable es que a partir de la algarada del día de reyes en Washington se replieguen, blinden el acceso a su secta guardándose el radicalismo para ellos, y terminen convirtiéndose en anécdota. A fin de cuentas no hay “rosacruz” que soporte salir al mundo sin disfrazarse. Su gusto por el secreto, por la no rendición de cuentas de sus fuentes, fue lo que los enterró para la Historia.
Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.
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