Alberto Garzón
Casposa banalidad
El déficit democrático es que desde el propio gobierno de la nación se cuestione la equidad de la justicia, del mismo modo que se señala a medios de comunicación críticos
El ala este de la Moncloa no desperdicia una sola oportunidad para exhibir su casposa mentalidad de vieja izquierda sectaria de revolución de todo a cien.
La última, ha sido el curioso incidente del encarcelamiento del ciudadano Pablo Rivadulla, autodenominado artista y motejado por sí mismo, como identificación para el público, como Hasél.
La condena por el Supremo a nueve meses de prisión el pasado mes de mayo, se ejecutó ayer con arreglo a lo que marca la ley.
A pesar de ello, el excelentísimo señor ministro de Consumo, don Alberto Garzón, tuvo ayer a bien no solamente mostrar su simpatía al tal Rivadulla, sino aprovechar la ejecución de la sentencia para volver a poner en la picota el sistema político español. Un miembro del gobierno. Lo repito porque es importante subrayar ese hecho nada banal. Según Garzón, condenar a alguien por unos tuits es un síntoma de déficit democráticos graves. O lo que es lo mismo, cumplir la ley que regula la convivencia en un sistema democrático es un déficit democrático.
En pura coherencia, el señor Garzón debería dimitir, ante el rubor que habría de causarle formar parte de un poder ejecutivo en una democracia cuestionable, o bien forzar un cambio legal para evitar situaciones supuestamente no democráticas.
Pero ninguna de las dos posibilidades están en su mano o siquiera su intención. Su juego, como el que
alimenta desde hace tiempo su “condukátor” Iglesias, es vigorizarse políticamente mediante la agitación y la propaganda. Es la parte del bigobierno que en feliz expresión acuñada por Chapu Apaolaza, podríamos denominar de Padrón, que unas veces es gobierno y otras oposición.
El déficit democrático no es que la justicia discurra por los territorios que marca la ley. El déficit democrático es que desde el propio gobierno de la nación se cuestione la equidad de la justicia, del mismo modo que se señala a medios de comunicación críticos , o se manejan distintas varas de medir, exigiendo, por ejemplo, que no se considere ofensa cuestionar las instituciones democráticas pero sí delito la justificación del franquismo. Uno, según esta tesis, puede invitar a que se corte la cabeza al rey pero no elogiar la figura del dictador Franco.
No hace falta entrar en lo obvio para señalar la anormalidad democrática que supone que una parte del gobierno cuestione el propio sistema sin abandonar esa alta responsabilidad en la gestión del sistema. Se trata de mejorarlo desde dentro, argumentan.
Claro. Cuando Pablo Iglesias o sus ministros dudan de la calidad democrática lo hacen para mejorarla. Cuando un medio de comunicación crítico cuestiona la calidad de su gestión, lo hace por oscuros intereses antidemocráticos.
La idea que el rapero Hasel tiene de la libertad de expresión se la pueden preguntar al periodista de TV3 al que agredió o al testigo de un juicio con el que se aplicó con la misma medicina. Pero tiene sentido que el ala este del gobierno defienda su libertad de expresión. Es el concepto que de ella tienen los que exigen para sí el derecho al insulto y niegan a los demás, señalando y criminalizando al crítico, el derecho a cuestionar su fondo y su forma. O sea, su constante exposición de casposa banalidad.
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