Vida cotidiana

¿Seguro que queremos que los animales nos hablen?

Tú le enseñas a que hable y él lo primero que hace es quejarse de tu pésimo gusto. Vaya desgraciado

Aunque mantengo un monólogo con ella, siempre he querido saber qué piensa mi perra, un bulldog francés de casi 11 años, de mí. Creo que no le caigo mal en general, pero en el fondo intuyo que me toma por un igual o un ser incluso un poco inferior. La misma curiosidad le picaba a Kendra Baker, una estadounidense de 32 años, que ha enseñado a su gato a comunicarse con un sistema de botones en el suelo que están asociados a conceptos como «comida», «más tarde», «salir fuera», «enfadado» o «ruido». El gato se llama Billi y en su perfil de Instagram, «Billispeaks», la humana muestra cómo se comunican y cómo el animalito va aprendiendo alguna palabra nueva a fuerza de repetición y de asociar el botón a determinadas situaciones. Es un método, por cierto, que se ha extendido entre los «geeks» que tienen mascotas y que se llama «Fluentpet» (algo así como mascota habladora) que vende por internet la botonera y el manual de uso para gatos y perros y con el que te anuncian que «solo conocemos la superficie de lo que los animales son capaces».

La moraleja es que no debes enseñarle a tu mascota a hablar si no estás preparado para aguantar sus opiniones. Y una tarde que estaban tranquilamente en casa, el gato hizo uso de su libertad de expresión (oh, no, gatos, ¿vosotros también?) y pulsó repetidamente el botón de «ruido» cuando su abnegada dueña estaba escuchando «Hamilton», el musical rap. No una, sino todas y cada una de las veces que la dueña pulsaba el play, el gato respondía con «ruido» y «ouch» (dolor). Así que, conclusión primera: todos los esfuerzos y la dedicación para el aprendizaje del felino han sido un éxito. Segunda: tú le enseñas a que hable y él lo primero que hace es quejarse de tu pésimo gusto. Vaya desgraciado.

Todas mis sospechas se han visto confirmadas. Ahora comprendo una mirada, esa mirada. Estábamos viendo «La isla de las tentaciones» y mi perra me observó con los ojos especialmente rojos. Es la única habilidad que tiene, la rojez que la convierte en un ser desvalido y desnutrido. Pero ya lo entiendo. Eran ojos rojos de vergüenza ajena. Siempre he sospechado que la música que pongo a todas horas le parece una mierda salvo, aparentemente, Ray Charles. Pero ahora ya me consta que cuando pongo Telecinco se compadece de mí. Supongo que no ayuda que cinco minutos antes le dije a mi chica algo así como «estoy más caliente que el queso de un sanjacobo» y, como la cosa no funcionó, insistí: «Esta noche, carricoche», le dije con guiño. Y fueron cuatro ojos y dos gruñidos perfectamente sincronizados los que me despreciaron en la noche del jueves. Milagrosamente, no necesité de ninguna traducción para saberlo.