Análisis
Otra cogobernanza
Volvemos a toparnos con que la gestión de la pandemia se ve lastrada por la falta de claridad en el necesario reparto de competencias del Estado
En este gran experimento científico, social, económico y político en el que estamos inmersos, tratamos de buscar respuestas. Con más dudas que certezas y como en una versión distópica del socrático «solo sé que no se nada», los gobernantes (los de todos los países) intentan gestionar lo que hasta hace poco era inimaginable y dar cierta seguridad a unos ciudadanos que aspiran a conducir sus vidas con una mínima claridad. Aunque resulta complicado hacer un balance de los daños mientras se está inmerso en el centro del tornado, son muchos los politólogos y analistas que tratan de arrojar algo de luz al caos pandémico de este año acelerado. El periodista estadounidense, Fareed Zakaria, augura cómo será el mundo hacia el que caminamos (o quizá en el que ya lo hacemos) en sus Diez lecciones para el mundo de la postpandemia y propone una interesante reflexión sobre el papel de los gobernantes en la crisis vírica. Lejos de cualquier anclaje o dogmatismo ideológico, se pregunta qué tienen en común los países que están administrando el reto sanitario con más eficacia. Entre los estados con mejor respuesta sitúa a ejecutivos de centro-izquierda, como Corea del Sur, Nueva Zelanda y Taiwán o a otras coaliciones de centro-derecha, como Alemania, Austria y Australia, mientras Brasil, México o Suecia, con gobiernos de muy distinta orientación, están entre las naciones con peor gestión. El éxito al enfrentarse al virus no radicaría en el color político, por lo que Zakaria concluye que las viejas ideologías, ese orden a través del que se tiende a explicar y clasificar a las sociedades, han quedado obsoletas.
Calidad de gobierno
Así que, en este nuevo orden mundial, ¿qué determina que una gestión frente al coronavirus funcione o no? Para el periodista estadounidense la cuestión se aleja de la organización administrativa entre lo público o lo privado, y se acerca a que lo determinante es la calidad de la acción de gobierno que ha realizado cada Estado. Y aunque resulta revelador que no dedique en su libro ni una sola línea a España (¡ay, nuestra política exterior!), sí nos permite hacer el ejercicio de trasladar ese análisis a la gestión de nuestros gobernantes. Comprobamos que, con independencia del color político de las administraciones (local, autonómica o nacional), en efecto, son la calidad de gobierno y la agilidad en las resoluciones, las claves que condicionan que la balanza se incline hacia una respuesta satisfactoria o hacia una fracasada.
En el complicado puzle de las competencias, España vuelve a enfrentarse a uno de los principales problemas de sus 40 años de democracia: el encaje autonómico. Tras una primera fase de la pandemia gestionada por el mando único del Gobierno de Pedro Sánchez, después fueron las autonomías quienes se vieron abocadas a tomar el control en el modelo llamado de cogobernanza, que nos ha acompañado desde entonces y que ha marcado las continuas tensiones. Las comunidades, engarzadas en el Consejo Interterritorial, han tenido la responsabilidad de lidiar con las curvas, los datos y las estadísticas víricas sin los instrumentos legales plenos para adoptar las medidas que creían adecuadas.
El fin del estado de alarma, el próximo 9 de mayo, y el anuncio de Sánchez de que no tiene intención de prorrogarlo, nos devuelve a una casilla de salida que ya ocupamos antes. Ocurrió en junio y después se repitió en octubre. Sin el armazón excepcional del artículo 116 de la Constitución (convertido por la fuerza de los hechos en habitual), nos precipitamos hacia un vacío legal que abre dos escenarios: la negociación en el Congreso de otra prórroga del estado de alarma (complicada en la recta final de la campaña madrileña del 4-M) o legislar para que la cogobernanza pueda ejercerse con el engranaje legal pertinente.
Afianzar el modelo
La recomendación del Consejo de Estado al Gobierno para que legisle y cubra el espacio en blanco que deja el decaimiento de la alarma vuelve a ser ignorada. El Ejecutivo, que el pasado mes de mayo se comprometió a hacerlo, se resiste ahora a reformar la Ley de Salud Pública de 1986 o a desarrollar otra específica para la pandemia que nos acompaña ya desde hace más de un año (y que no sabemos por cuanto tiempo más lo hará). Sin seguir la directriz del Consejo de Estado ni la propuesta de la oposición (Pablo Casado ha ofrecido adaptar la legislación en 15 días), España está abocada, una vez más, a que las decisiones que adopten las autonomías para frenar al virus tengan que ser ratificadas o rechazadas, una por una, por los jueces y tribunales, al ser decisiones que afectan directamente a derechos fundamentales. Un futuro de inseguridad jurídica y ralentización en la toma de decisiones que a quien más afectará será, obviamente, a los ciudadanos.
Es cierto que un mayor desarrollo del Título VIII de la Constitución, para clarificar las competencias de las distintas administraciones, ayudaría en este choque casi permanente, pero el éxito (o el fracaso) en la gestión de la pandemia en España no radica en este punto, sino en la coordinación política. Si se defiende una cogobernanza real, la cuestión supera la ideología para recaer en la acción del Gobierno y en su responsabilidad de negociar y acordar con las comunidades todas y cada una de las decisiones. Zakaria recurre a una cita de Lenin para recordarnos que «hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas». Parece que estamos en unas de esas semanas, intensas y determinantes, en las que afrontar la gestión conjunta de nuestro modelo de Estado. Nuestro éxito depende de ello.
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