Música

Daniel

Benditas sean las personas que han sufrido y que no tienen miedo a contarlo.

El otro día, ojeando los perfiles a los que sigo a través de Instagram, me paré en uno muy concreto del que siempre salgo mejor. No crean que siempre sucede así, ni mucho menos. En ocasiones cierro esa aplicación y lo único que he visto son famosos mostrando sus vidas patrocinadas, sus ejercicios de glúteo y sus filtros para tener mejor cara. Si les digo la verdad, sigo a mucha gente a la que detesto, que me cae al hígado y a la que suelo poner como un trapo con mis amistades. Son pequeñas alegrías mezquinas que una se proporciona y a un módico precio, qué más se puede pedir. Cuando de vez en cuando descubro que alguno de esos rostros conocidos merece la pena, me pregunto siempre si no me estaré desviando de mi intención primera y que consistía en pasar un buen rato carroñero a costa de las ganas de exhibirse del personal. Bien, pues el que me tuerce los planes se llama Dani Martín. No me interesa el cantante con más de ochocientos cincuenta mil seguidores, sino «el hijo de Manolo y Carmen», el que ha enseñado y enseña sus heridas. Dani ya ha dicho que hubo un tiempo en el que era un gilipollas, un tipo que se equivocaba bastante sin caer en la cuenta de sus cagadas, que perdió muchas veces sin saber el valor de lo perdido, que no supo o no quiso metabolizar las digestiones rápidas a las que le empujó el éxito. Ahora, ese mismo hombre, muestra su piel afectada por la rosácea (qué bonitas son las espinillas por la mañana, eh), las secuelas que le ha dejado la muerte de su hermana, enseña su soledad, sus dudas y hasta lo bien que le sientan sus visitas al psicólogo. A mí no me gustaba la música de Dani, pero cuando Dani empezó a interesarme sin ruidos, empecé a entender lo que sonaba y, sobre todo, lo que decían sus letras. Benditas sean las personas que han sufrido y que no tienen miedo a contarlo.