Política

Merienda de panteras

Nada irrita más a un fanático que la expectativa de convivir con quienes piensan distinto

Llamaron revolución a una merienda de panteras, niños pera y resentidos. Fue abanderada por unos profesores de aluvión, perdidos por los glaciares de una teoría política entumecida en las morrenas teóricas de los años setenta. Para aquellos tipos, medianías con sobredosis de Quilapayún y a sueldo, en algunos casos, del narcocorrido chavista, las constituciones liberales apenas eran panfletos al servicio del mal, ergo el libre mercado, y las revistas científicas con proyección internacional, lo que la Biblioteca de la Pléiade para un novelista de cuarta categoría. Demasiado mantas incluso para progresar en una universidad que no es precisamente Harvard y demasiado ególatras para asumir que el mundo no tiene porque amoldarse a tus nostalgias adolescentes. El 15-M, la crisis brutal, les fletó un coqueto tren blindado, que decía viajar rumbo a la estación Finlandia, en Petrogrado, pero apuntaba directo a los platós de televisión. Hablaban en el nombre del pueblo, la juventud, la gente. Lo que fuese excepto la ciudadanía, que tiene el puñetero vicio de elegir a sus representantes en las urnas. Que hable la mayoría, gritaron hace dos semanas los mismos oportunistas que habían cabalgado la indignación, mientras distribuían un vídeo ponzoñoso, donde señalan a periodistas díscolos y acusan de facha a todo el que no haga gárgaras con sus látigos. Sus deseos fueron órdenes y la mayoría votó para mantenerlos bien lejos. Puede que los votantes no sean Einstein, pero incluso con nuestro limitado cociente intelectual sabemos que son veneno sus conjuros totalitarios, su cháchara politológica, su enmienda al parlamentarismo, sus lúgubres nostalgias. Diez años más tarde la playa amanece cubierta con los restos del jolgorio. Con los cabecillas colocados y los círculos y militantes alistados para votar la siguiente ocurrencia del líder, legan una arena política mucho peor, infinitamente más encabronada y agónica. La reconciliación entre españoles les parecía un arreglo infame y en Eta, según declaró el mismísimo Pablo Iglesias, encontraron a los únicos sujetos capaces de leer las intenciones de un régimen del 78 que despreciaban por posibilista y pragmático. Renegaron de la Constitución porque nada irrita más a un fanático que la expectativa de convivir con quienes piensan distinto. Partidarios de la guillotina eléctrica, republicanos dedicados a proteger todas las arbitrariedades y despotismos imaginables, ahora le reprochan a la presidente Isabel Díaz Ayuso la bajada del Irpf autonómico. Pero la igualdad en serio, a los defensores del cupo vasco y la secesión catalana, a los abogados de las identidades nacionales y las barreras lingüísticas, a los amigos del voto clientelar y las gaseosas identitarias, les interesa exactamente lo mismo que el futuro de la sociedad abierta, o sea, nada. La telecracia, concebida para minar el interés general y vaciar de contenido el sistema, fue la única herencia de una gente que, como buenos aprendices de déspota, prometían «luchar por un mundo nuevo, digno y noble, que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro, y a la vejez seguridad». Instrumentalizaron el sufrimiento ajeno. Palabra de Charles Chaplin, «bajo la promesa de esas cosas, las fieras subieron al poder, y mintieron».