Política
La tentación de las urnas
Que vivamos sumidos en un inacabable desbarajuste político, de gobiernos débiles por minoritarios, es el fruto del deseo soberano de los españoles
Una de las grandes virtudes del sistema político de Estados Unidos fue establecer hace ya doscientos treinta y cuatro años que designaría a sus cargos públicos mediante elecciones. Una virtud añadida fue instaurar el método por el cual los procesos electorales tienen una fecha fija y no dependen de la voluntad de ningún dirigente político, ni siquiera de quien ocupa la Casa Blanca. Las elecciones presidenciales se celebran el martes después del primer lunes de noviembre cada cuatro años. Con esa misma fórmula, se elige cada dos años a los miembros de la Cámara de Representantes y cada seis años a los senadores. Las próximas elecciones presidenciales serán el 5 de noviembre de 2024. Las siguientes, el 7 de noviembre de 2028. Las siguientes, el 2 de noviembre de 2032. Y en este plan. Será así, aunque un presidente muera durante su mandato o enferme o dimita o sea destituido por el Congreso mediante un impeachment. En cualquiera de esos casos, el presidente será sustituido por su vicepresidente y no mediante unas nuevas elecciones. Es decir, un presidente, por muy poderoso que sea, no puede llamar a los ciudadanos a las urnas a voluntad. Y, por tanto, no cuenta con la ventaja política de colocar la fecha de las elecciones cuando le interesa.
Un presidente es elegido para gobernar durante un periodo de cuatro años y debe hacerlo en cualquier circunstancia: sea con una mayoría parlamentaria amistosa o lo haga con unas cámaras legislativas dispuestas a hacerle la vida imposible. Si no es capaz puede dimitir y ser sustituido por otro. Porque si, por ejemplo, los ciudadanos han elegido a un presidente de un partido y a un parlamento con mayoría del partido rival, esa es una decisión democrática que no debe ser cuestionada por nadie.
En Europa, las constituciones han concedido a los presidentes o primeros ministros la facultad libérrima de convocar elecciones cuando lo deseen, con el límite de que las legislaturas deben durar, como mucho, cuatro años (salvo en Francia, donde se elige al presidente cada cinco años). Usan esa prerrogativa y, en ocasiones, abusan de ella.
Pedro Sánchez forzó la moción de censura hace ahora tres años teniendo solo 84 escaños de 350 y convocó elecciones a los pocos meses, porque no supo cómo aprobar los presupuestos con esos escasos 84 diputados. Hemos tenido cuatro elecciones generales en cinco años. Cataluña ha celebrado cinco elecciones autonómicas en once años. El último ejemplo es el de Madrid: Isabel Díaz Ayuso ha adelantado las elecciones a este mes de mayo por el mismo motivo por el que lo hacen otros presidentes: por interés político particular. Y habrá nuevas elecciones en Madrid dentro de solo dos años, porque así lo dictan las normas.
Ahora, el doloroso rapapolvo con el que los votantes madrileños han sancionado al gobierno de coalición PSOE-Podemos ha removido los jugos gástricos y hasta los bajos instintos de alguno de sus rivales, provocando en ellos una malsana tentación de crear el ambiente crispado que lleve a Pedro Sánchez a convocar elecciones generales, apenas dieciocho meses después de las anteriores y solo dieciséis meses después de la investidura. Pero hace bien Sánchez en comprometerse a agotar los dos años y medio que quedan de mandato. Es su obligación y es lo que decidió en enero del año pasado el parlamento recién elegido en las urnas. Ahora, que el Gobierno y el Congreso aguanten sus respectivas velas.
Y haría bien Pablo Casado en no exigir elecciones, a pesar de que los sondeos realizados a vuela pluma después de las elecciones de Madrid le colocan, supuestamente, en cabeza ante una hipotética disputa electoral. Pero no toca.
Que vivamos sumidos en un inacabable desbarajuste político, de gobiernos débiles por minoritarios, es el fruto del deseo soberano de los españoles. Que el presidente de turno –da igual la administración de la que hablemos– ocupe más tiempo en no ser derrocado que en gobernar es la voluntad del pueblo. Los españoles quisieron terminar con el «criminal bipartidismo», porque tendía a derivar en mayorías absolutas que muchos no querían soportar. Ahora, disfrutamos de un parlamento atomizado que obliga a pactos múltiples. A menudo, imposibles.
Es eso lo que exigió el idealizado 15-M, del que ahora se cumplen diez años. Se pretendió entonces convertir la democracia en una juvenil asamblea popular permanente. Y ahora sabemos que determinadas organizaciones políticas surgidas de aquel movimiento, tan bienintencionado como naif, han llegado a debatir sobre la idoneidad de la casa que se compró determinado líder o sobre qué estilismo capilar es el más adecuado para que ese líder cumpla con las altas funciones que tuvo. ¿Cabe mayor ejemplo de democracia plena?
Es la voluntad de los votantes. Hágase. Y, como consecuencia, búsquense la vida aquellos que pretenden gobernar. Pero sin convocarnos a las urnas cada cuarto de hora.
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