Wuhan
Vindicación de la conspiranoia
Biden ha concedido un plazo de 90 días a sus servicios de inteligencia para que determinen qué ocurrió en Wuhan cuando todo estalló
La primera vez que escuché la palabra «conspiranóico» fue en boca de Enrique de Vicente a finales de los años ochenta. En aquel entonces burbujeaban las historias sobre el Área 51 y los ovnis estrellados, y comenzaba a circular el rumor de que el gobierno de los Estados Unidos había firmado un pacto de colaboración con una civilización extraterrestre. Los primeros –decían «fuentes bien informadas»– facilitaban el acceso de los alienígenas a ciudadanos norteamericanos para experimentos genéticos a cambio de tecnología para sus programas armamentísticos. Enrique escribía entonces para la revista Muy Interesante y discutíamos a menudo sobre esas locuras. Todavía faltaba una década para que irrumpiera Expediente X en la pequeña pantalla. Él tenía la sospecha de que esas historias eran una paranoia alimentada por los servicios secretos. Probablemente, decía, habían sido diseñadas en un «laboratorio social» para desviar la atención de experimentos más humanos –quizás con plutonio, como en la Guerra Fría; quizás de otro tipo–. Eran una conspiración, en suma. Y acuñó un término que hizo fortuna.
La conspiranoia se convirtió así en un recurso común del submundo de los ufólogos ochenteros. No hubo congreso, debate ni programa de radio en el que se hablara de Roswell o de documentos secretos sobre marcianos embalsamados en el que no se enarbolara. Durante un tiempo su uso se redujo a ese entorno, pero pronto el propio Enrique –a través de las páginas de la revista Año Cero, que fundó y dirigió durante un cuarto de siglo– la aplicó a intrigas históricas como el asesinato de JFK, la «no-muerte» de Elvis o los atentados del 11-S. Era una palabra perfecta para marcar distancias. Definía una idea al tiempo que la desacreditaba. Y así, al poco, su ingenioso neologismo comenzó a dejarse oír en conversaciones más generalistas.
Hoy los conspiranóicos viven su Edad de Oro. Cuando el año pasado Donald Trump, al comienzo de la pandemia, argumentó que el virus de la covid-19 se había escapado del Instituto de Virología de Wuhan (IVW), un laboratorio del máximo nivel de bioseguridad especializado precisamente en coronavirus, la prensa lo crucificó con el fatídico término. Comentaristas y expertos se burlaron de él. Y lo mismo hicieron con Luc Montagnier, premio Nobel de medicina por el descubrimiento del VIH, cuando señaló también al IVW. O con programas de televisión como Cuarto Milenio –en el que, por cierto, es frecuente ver a Enrique de Vicente– cuando repasaron esa hipótesis mejor que ningún otro espacio informativo. La conspiranoia fue el implacable diagnóstico que se aplicó a esos herejes. Lo políticamente correcto era –y todavía es– aceptar la hipótesis de que el virus se incubó en un animal salvaje y saltó a los humanos de forma casual, aunque aún no sepamos ni de qué animal hablamos ni cuándo o cómo se produjo ese trasvase. El ciudadano bien informado debía, pues, aceptar lo que la OMS dijo el pasado mes de febrero al acabar su investigación en Wuhan, y concluir que la probabilidad de que la covid se hubiera escapado de un laboratorio era «extremadamente improbable».
Pero los conspiranóicos nunca se han amilanado y hoy esgrimen sus razones con más aplomo que nunca. Se aferran a hechos como que las autoridades chinas solo dejaron a la OMS acceder a sus instalaciones víricas de Wuhan ¡durante apenas tres horas! No les permitieron consultar bases de datos no procesadas antes por el régimen y se les ocultó algo que The Wall Street Journal desveló el pasado 23 de mayo: que en octubre de 2019, semanas antes de la detección «oficial» del primer caso de contagio, tres investigadores de ese laboratorio ya habían caído enfermos de una extraña neumonía.
El 13 de mayo dieciocho científicos de Harvard, Stanford y Yale dirigieron una carta a la revista Science pidiendo que se revisara la hipótesis de la «fuga vírica». Incluso Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergología y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, azote de las salidas de tono de Trump, reconoció no tener ahora claro que el origen del virus sea totalmente natural. Y a eso se le suma la enésima censura del régimen de Jinping al impedir a un reportero de The Wall Street Journal el acceso a una mina de cobre del sudeste del país en la que, ¡en abril de 2012!, seis operarios que extraían guano de murciélago se infectaron de una enfermedad parecida a la covid-19 que mató a tres de ellos. Curiosamente, fue el laboratorio de Wuhan el encargado de tomar muestras de aquel patógeno. En resumen, todo lo relacionado con el origen del virus y con ese centro de investigación es, claramente, secreto de Estado en China. La cuestión es ¿por qué?
La puntilla a este clima de recelo la acaba de dar el presidente Biden. El inquilino de la Casa Blanca ha concedido un plazo de 90 días a sus servicios de inteligencia para que determinen qué ocurrió en Wuhan cuando todo estalló. Ya no es tabú hablar de «fuga vírica». A nadie se le escapa que si, como ya apuntó su predecesor en el cargo, estuviéramos ante una negligencia sanitaria colosal, o quizá incluso frente un virus manipulado, lo siguiente sería exigir responsabilidades penales y económicas al segundo PIB del planeta. Y eso podría llevarnos más lejos de lo que nadie imagina hoy.
Llámenme conspiranóico –Enrique de Vicente sabe, por suerte, que no lo soy–, pero esto pinta cada vez peor. Ya no es paranoia. Ni conspiración. Desconfiar de todo y de todos es de sentido común.
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