Opinión

Una derrota histórica

Sánchez ha cedido a todas las exigencias de los golpistas para estar en Moncloa un rato más

El mismo día que se aprobaban los indultos en Consejo de Ministros, un diario de gran tirada publicaba una tribuna equiparando a Sánchez con Azaña y Ortega. En su afán defensivo, los autores del texto olvidaban las enseñanzas de la historia. Azaña creyó en ERC para forjar un “nuevo país”, apoyó el Estatuto, vinculó la República con los nacionalistas, y lo defraudaron. En 1937 se dio cuenta de su error, y denunció “las pruebas de insolidaridad y desapego -escribió-, de hostilidad, de chantajismo” de la Generalitat, sus intentos de una “paz separada” con Franco, y su deslealtad a la República y a la democracia. Azaña llegó a escribir que si los españoles, vista la actitud de ERC, hubieran podido decidir entre una “federación de repúblicas” y un “régimen centralista”, la “inmensa mayoría” elegiría la segunda. No merece la pena aludir al significativo silencio de Ortega tras su declaración de la “conllevancia”.

Adolfo Suárez firmó el decreto para restablecer el autogobierno en Cataluña en octubre de 1977, y nombró presidente provisional a Josep Tarradellas, de ERC. Todos apoyaron un Estatuto catalán, menos Alianza Popular. Era otra época. Los socialistas eran la primera fuerza en Cataluña, y los comunistas la segunda. Incluso el Partido Andalucista tuvo representación en el Parlament. Todo parecía feliz hasta que Tarradellas dijo en 1980: “Yo de enanos y corruptos no hablo”, en referencia Jordi Pujol, a quien atribuía también con acierto una intención independentista.

Suárez cometió el error que luego repitieron el PSOE y el PP durante décadas: confundir Cataluña con el nacionalismo catalán y permitir, en consecuencia, la inmersión lingüística para excluir lo español, la colonización del Estado, los medios, la educación y la cultura. Incluso se les regaló la etiqueta de “progresistas”.

A esa hegemonía ayudó un sistema electoral que concede escaños a quien concentra sus votos en unas circunscripciones, como los nacionalistas. Esto permitió que CiU y el PNV se convirtieran en minorías necesarias para que un Gobierno sumara mayorías en el Congreso. La sobrerrepresentación de quien no quiere el orden constitucional, lo desprecia y solo espera sacar el máximo rendimiento, sin sentido de Estado, sino con particularismo egoísta, trae problemas y abusos.

Pasqual Maragall, el socialista catalán, dijo en mayo de 2006 que Zapatero cometía el mismo error que sus antecesores: creer que los nacionalistas eran la única voz autorizada y legítima de Cataluña. Y eso que Zapatero había prometido que aceptaría el Estatuto que saliera del Parlamento catalán. Era la “conllevancia” orteguiana que completó con el azañista Pacto del Tinell: el pacto con los nacionalistas para excluir a la derecha de su proyecto de “nuevo país”. Los fantasmas de Azaña y Ortega se paseaban por la España autonómica.

En el referéndum de aquel Estatuto votó el 49% del censo, con un 73,9% a favor. En resumen: solo lo respaldó el 36% del electorado catalán. Luego llegó el Tribunal Constitucional, y en 2010 -¡Cuatro años después!- tumbó lo que de soberanista tenía, como la declaración de nación política o la asunción de todos los poderes del Estado. La sentencia fue la excusa para el inicio de las movilizaciones en 2012 exigiendo el “derecho a decidir”, que concluyó con el referéndum ilegal de 2014 y el golpe de 2017.

Sánchez podría argumentar la fe azañista en los nacionalistas catalanes, e incluso la conllevancia del filósofo madrileño, pero no cuela. Se presentó a las elecciones diciendo que no pactaría con los independentistas, que no decretaría indultos y que traería a Puigdemont para ser juzgado. Ahora ha cedido a todas las exigencias de los golpistas para estar en Moncloa un rato más: mesa bilateral e indultos para empezar a negociar la amnistía y el referéndum. Es una derrota histórica de la democracia española, como confesó Junqueras.