Alberto Garzón
Vuelta y vuelta
Todo depende y todo debido a las declaraciones de un ministro, Alberto Garzón, que cuando no ejerce de tal simultánea como humorista involuntario
Escuchen el coro de grillos. Comer carne acabará con nosotros y no hacerlo también. Tragar carne te convierte en filibustero contra el medio ambiente. Otros sostienen que sólo el comedor de carne aboga por la sostenibilidad del monte y la dehesa muy cuqui. Si zampan carne, vuelta y vuelta y al punto, como el fantoche de Sánchez, abres la espita del Co2 que achicharra a tus hijos y envenena los siete mares y condecora los polos con un agujero pluscuamperfecto de letales radiaciones cósmicas. Si no la come, o si propone un consumo sostenible, ya le aviso que condena a los nenes del futuro a la disentería, el acabose y la miseria. Con suerte cenarán insectos mientras los políticos hacen parrilladas y bromean con su credulidad de consumidores abonados al póster, sin criterio ni sesos. Todo depende y todo debido a las declaraciones de un ministro, Alberto Garzón, que cuando no ejerce de tal simultánea como humorista involuntario. Nuestro hombre ha cambiado la camiseta de la RDA (viva la Stasi) por el traje. Pero el cambio sólo opera a niveles cosméticos. Insiste en expectorar unas declaraciones de grano grueso incompatibles con un bachillerato de mínimos. Al otro lado pululan quienes denuncian una inminente revolución verde que te quiero de verde diseñada para solaz de élites con coche eléctrico y escolta mientras el resto, o sea, los idiotas que los votan, apechugan con hamburguesas de tofu y otros lindos sucedáneos de plástico fino. Unos y otros disparan a boleo. Consumir carne tiene un precio, que paga el planeta. Por otro lado tampoco la ganadería española es generalmente intensiva, la más dañina en términos medioambientales, ni resulta plausible que el mono desnudo renuncie al periódico subidón de proteínas por el bien de las polillas de madagascar y/o de unos descendientes a los que ni siquiera conoce. A lo mejor, como en tantas cosas, conviene asumir que debemos de acomodar los hábitos de consumo con las necesidades económicas y hasta biológicas del gentío. El antropoceno es un hecho, igual que lo es el rollo plañidero de un activismo superfluo por histérico. Las evidencias respecto a la influencia humana en el cambio climático resultan bastante sólidas, igual que la necesidad de no caer en el charco sensacionalista del apocalipsis portátil. Nos movemos en un planisferio a dos colores, blanco o negro, que rellena mogollón de titulares y facilita cantidad la escritura de columnas. Ametrallar al teclado sobre individuos como Garzón enardece la autoestima del reportero sentado, porque te lo pone a huevo. Pero el planeta sigue yéndose a tomar por rasca, el campo español da trabajo a cientos de miles y tampoco queremos limitarnos a cenar chapulines. Algunas explotaciones son abyectas, el sufrimiento animal existe y, alcanzadas ciertas magnitudes de crueldad y número, resulta más y más insoportable. Qué tal si por una vez hablamos en serio del chuletón, del hermano lobo, de la innovación tecnológica, de cambios de consumo y costumbres, de la ampliación de nuestros perímetros éticos, del menú de esta noche y del futuro de este mundo infinitamente puteado y hermoso.
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