Literatura

El último misterio de Eleusis

Los herederos de aquellos campesinos agraviados por el robo de la última Deméter se enfrentan estos días a una nueva batalla

Acabo de regresar de la antigua Eleusis. O más bien de lo que queda de ella. Del que fuera el centro de peregrinación más importante de la Grecia clásica apenas queda un cementerio de piedras perdido en un suburbio tomado por almacenes y fábricas. Ya nadie llama al lugar Eleusis. Hoy es Elefsina. Veintiocho siglos atrás una calzada ceremonial de diecinueve kilómetros de largo conectaba la Acrópolis de Atenas con su santuario de Deméter y Perséfone. Por desgracia, poco ha sobrevivido allí a esa «edad de la penumbra» –Catherine Nixey dixit– en la que los cristianos del siglo IV se ensañaron con sus sillares de mármol. Fue su ira la que destruyó foros, baños y hasta las casas de sus sacerdotisas, aunque las gradas que utilizaron los paganos para sus secretas pero multitudinarias ceremonias se intuyen todavía bajo la maleza.

El penúltimo agravio a este santuario se lloró en 1802. Poco después de que Lord Elguin arramblara con los mármoles del Partenón, otros paisanos suyos se llevaron a Cambridge la última estatua de Deméter. Los eleusinos la lloraron como si hubieran secuestrado a su madre. No faltó incluso quien atribuyó las malas cosechas de aquel verano al robo. Fue, quizá, el postrer suspiro de la antigua religión. Según el mito, Hades, el señor del inframundo, secuestró a Perséfone, hija de Deméter, muy cerca de allí. Su madre la buscó por doquier pero no llegó a tiempo de impedir que su raptor se casara con ella. Frustrada, se retiró entonces a Eleusis y allí se dedicó a maldecir con su magia los campos de Grecia, impidiéndoles germinar. Deméter amenazó al Olimpo con no revocar su mal hasta que aquel desalmado permitiera volver a su hija. Al fin, Zeus resolvió la disputa estableciendo que la joven pasaría dos terceras partes del año con su madre y el resto con su marido. Y la tierra, con Deméter aplacada, volvió a verdear.

Una mujer me recuerda el drama en la taquilla del recinto arqueológico. Sonríe al saber que soy español, seguramente aliviada por no recibir a otro británico, y me advierte que los lugares sagrados nunca dejan de serlo mientras haya quien crea en ellos. Asombrado, le doy la razón. Basta leer «La rama dorada» de Frazer para descifrar a Perséfone como metáfora del grano que debe ser enterrado antes de germinar y hacerse fruto. Eso pasó en Eleusis. De hecho, fue ese viaje a los infiernos lo que se escenificó allí, a puertas cerradas, una y otra vez. «Los misterios de Eleusis», me precisa.

Merodeo entre frisos, bases de columnas y pavimentos. Uno en especial me llama la atención: es una flor tallada en piedra. Tiene ocho pétalos en su interior y ocho más a modo de corona. El diseño me sorprende porque acabo de verlo sobre un cartel que alguien ha pegado con insistencia en todas y cada una de las farolas que rodean al templo. «Eleusis is not Elevsis», reza una frase bajo el dibujo mientras otra, también en inglés, llama a salvar el lugar.

¿Salvarlo?

Tirando del hilo descubro que la vieja «ciudad de los misterios» se debate desde febrero en un ácido debate identitario. El pueblo de Eleusis se llama hoy Elefsina. La obsesión por rebautizar plazas es común en Grecia y a muchos no les gusta. Elefsina, además, ha sido designada como capital europea de la cultura para 2023. Es la cuarta ciudad helena que lo consigue y sus promotores han decidido rebautizarla como Elevsis –con v–, buscando una sonoridad acaso más «moderna». En los mapas de Google, en apps del tiempo y en internet, Elevsis fagocita ya sin piedad a Eleusis.

Los herederos de aquellos campesinos agraviados por el robo de la última Deméter se enfrentan estos días a una nueva batalla. Treinta y siete autoridades de la ciudad, entre ellos cuatro antiguos alcaldes, concejales y hasta un presidente honorario del municipio, han firmado un manifiesto para recuperar Eleusis como nombre para su pueblo, dejando a un lado Elefsina o Elevsis, usurpadoras «2.0» de su universal designación.

Me acuerdo entonces de Fernando Sánchez Dragó y sus veleidades eleusinas. En su refugio de Castilfrío tuvimos una conversación hace años sobre el «valor secreto» de los nombres. Casi puedo oír a Luis Racionero murmurar que Napoleón llevaba dentro de su nombre a Apolo y a un león, claves de su éxito. O a Fernando replicarle que en el antiguo Egipto los sacerdotes creían que el «nombre verdadero» de alguien es el que se le da para representar su alma. En India y África no era infrecuente tener un nombre público y otro secreto en el que descansaba su «poder». Hasta Plinio especuló con que eso abarcaba también a ciudades como Roma que, por supuesto, tenían también un nombre secreto. Quizá el mismo que los bárbaros usaron para destruirlas.

El debate abierto en Eleusis renueva –¡en pleno siglo XXI!– esa cuestión. Y no es baladí. Yo también creo que hay algo tras aquella sentencia clásica de que «Nomen est omen». El nombre es el destino.

Ojalá se imponga la cordura y en 2023 celebremos que la capital europea de la cultura sea Eleusis y no Elevsis. La historia vencería a las ocurrencias. Aunque el lector ya sabe que en este mundo los nostálgicos no ganamos casi nunca.

Javier Sierra es escritor y Premio Planeta. Su última obra es «El mensaje de Pandora».