Cuba

Desde Cuba, con amor

El aire del Caribe obró –y sigue obrando– milagros amatorios nunca vistos y justificaciones políticas que a día de hoy aún no alcanzo a explicarme

Como ya se murió Fidel, nadie dice que hay que ir a Cuba antes de que muera Fidel. Siempre me llamó la atención esta cosa de que había que ir a Cuba antes de que terminara la dictadura para conocerla, para estar allí, para tocarla y para sentirla, casi para gozarla. Esa visita a Cuba tenía y sigue teniendo un carácter lúdico. No se trataba tanto de conocer antropológica o políticamente uno de los peores y más crueles experimentos sociales de la historia reciente, como de pasarla bien antes de que se convirtiera en un país normal. La gente que en su visión del resto del mundo estaba tan concienciada con la pobreza, las desigualdades, personas tan alerta ante la intolerable pérdida de derechos cívicos en sus democracias nativas, que juraba abandonar por siempre Facebook e Instagram, pues consideraba que sus políticas de privacidad constituían un atropello intolerable, de pronto agarraba un avión, se plantaba en La Habana y al coincidir el tercer Daikiri en la Bodeguita de Enmedio con la segunda estrofa de Guantanamera, se dejaba llevar por un cierto castrismo melancólico y concedía que Cuba era algo que salió mal, pero qué divertido resultaba. Porque en su cabeza, el resto de dictaduras de derechas estaban llevadas por un impulso genocida y el afán que conducía a los dictadores era aplastar al disidente salvo allí donde, de alguna manera que no se consigue entender a día de hoy, colaba la excusa de que la intención del Gobierno era buena. Cuba parecía un error, una cosa bien intencionada que no había triunfado por lo que fuera, quizás incluso por el bloqueo del cochino mundo occidental, esto es por nuestra culpa. Pues a las otras dictaduras había que estrangularlas económicamente a base de embargos y de sanciones hasta que recibieran el castigo merecido de la comunidad internacional por la opresión a la que sometían a su pueblo. A esta, no. Incluso aún se pretende que para juzgar de manera ponderada el régimen hay que contar con la opinión de sus adeptos, de los que simpatizan con sus líderes y por qué no, de los que salen a la calle con palos a abrir cabezas de opositores (en la imagen, simpatizantes del Gobierno atacan a manifestantes según las órdenes del presidente Díaz Canel)

Igual es que medio mundo estaba haciéndose el tonto con Cuba, un poco como cuando se tragaban el cuento de los no sé cuántos médicos por habitante y en realidad no había jeringuillas, ni anestesia, o el show de que los cubanos no podían comprar champagne, ni chocolate, pero no les faltaba un plato de comida. Qué felices eran con tan poco. ¡Cuánto sonreían! La distopía cubana alcanzaba su cima cuando viajaban allí tipos en edad de no retener el pipí y que estando muy concienciados con la igualdad de género en España y la ofensa que para la mujer supone la prostitución, a sus setenta años ligaban con diosas de ébano de veintitrés y pensaban que había sido por amor. Ah, el aire del Caribe obró –y sigue obrando– milagros amatorios nunca vistos y justificaciones políticas que a día de hoy aún no alcanzo a explicarme.